Para sentarse solo no hace falta casi nadie. No hace falta casi nada. Para sentarse solo hay que saber que hoy todo para, que hoy no se corre, ni se produce, que sólo es un parón, al menos cinco minutos de calma y silencio. Para sentarse solo hay que desaparecer en medio de la multitud, ríos de gente alrededor de alguien invisible, que ha dejado de existir, que se ha sentado en un banco, que se ha olvidado del resto, de sí mismo. Que se resiste a la inercia y a los demás. Porque para sentirse solo basta con un banco, de los de sentarse, de los que no piden nada a cambio. Vas, te sientas y desapareces. Así de fácil. Por eso están tan mal vistos, por eso son tan incómodos, porque no consumen, porque no gastan, porque hacen recordar que estamos aquí para otras cosas: compro luego existo vs. paro luego existo.
Alguien se ha sentado en éste, orientado únicamente a contemplar La bacanal de los andrios, que Tiziano pintó hace quinientos años, y que se conserva en el Museo del Prado, en una sala próxima a la entrada. Menudo jaleo: los dioses celebran junto a los humanos la fiesta del vino en la isla de Andros (la favorita de Baco, imagínate), un niño orina, alguien alza una jarra repleta y la convierte en el centro de la jarana, hay una partitura en la que se puede leer (en francés): “Quién bebe y no vuelve a beber, no sabe lo que es beber”. Y abajo, a la derecha, en primer término, una ninfa con una cogorza monumental, desnuda, vulnerable, sensual, se ofrece al espectador.
Es un banco como todos los demás, para renunciar y dejar de existir, para aislarse de todo lo que interrumpe, incomoda y altera, para centrarse en lo que realmente importa: el placer
Este banco es nuevo en la estancia. Hace unos días el museo lo colocó en homenaje al maestro, catedrático de historia del arte, figura irreemplazable, Ángel González, fallecido hace un año. Es un banco como todos los demás, para renunciar y dejar de existir, para aislarse de todo lo que interrumpe, incomoda y altera, para centrarse en lo que realmente importa: el placer. Caben tres apretados, muy apretados. Además, es cómodo (y lleva la marca de Rafael Moneo). Es un lugar para disfrutar: un poco de serotonina y fuera esas manchas de desgracia.
Ángel quería que los museos olvidaran esa “descabellada” idea de convertirse en lugares de conocimiento. Y daba nombres de alguno que se ha puesto especialmente pesados con esto. “El arte no tiene por qué transmitir conocimiento. Es un acontecimiento sensorial. El arte debe ayudar al trabajador que vuelve a casa hecho papilla. El arte tiene un fuerte poder curativo de un cuerpo machacado por los ricos. El arte ha sido secuestrado por los ricos para que no tengamos ni siquiera ese consuelo”, me dijo en la recepción de un hotel, con su habitual ceremonia de la provocación.
Ángel González no era poeta, sino uno de los mayores sabios en enseñar la fiesta del deleite, que debía ser de libre acceso. “Los museos son lugares donde el tiempo transcurre de un modo distinto al habitual y familiar”, dejó escrito en su último texto, publicado en el libro Museografías (Empty), apoyándose en la definición de Michel Foucault de las “heterocronías”. Los museos inducen suavemente a un estado parecido al de “la embriaguez”, escribió, o al de la ingravidez. Enamorarse es emborracharse.
Vica Baco
Si los museos tienen un don, el de la ebriedad, esta bacanal es su mejor representación. Se revolvía contra las taquillas en los museos, también contra las filas eternas a la entrada. Le parecía un escándalo tener que pagar a la puerta del Prado y recordaba cómo cuando llueve la National Gallery se llena de vagabundos, que encuentran en esa casa de las musas cobijo y amparo. “Aquí sólo falta que nos hagan un tacto rectal”, ironizaba. Creía en los museos como lugares de recreo. Son focos de resistencia contra el atropellado paso del tiempo, a pesar de la desorientación actual que le lleva a dedicarse a “un número virtualmente infinito de chucherías”.
Hay un pacto para vivir en la superficie que el banco y el arte rompen. Ignorantes por nuestro bien. Sin ánimo de ofender. Sin ánimo de nada. Un banco es lo más parecido al arte, porque los museos son lugares de recreo. Ambos son la negación, por ejemplo, de la actualidad: no esperan que ocurra nada más allá de nosotros mientras miramos, mientras desaparecemos. En estos veinte minutos que he estado sentado en uno de los lados del banco de todos y de Ángel, he visto arrastrar los pies de lado a lado de la sala, sin freno, movidos por qué sabe qué, como un banco de boquerones que se mueven a impulsos desinteresados.
Ángel escribió que la reactivación de los placeres provocados por la contemplación de determinadas obras de arte es la razón última y suficiente de los museos
La mayoría ni se detiene. Uno se ha ruborizado con el desnudo y ha llamado a su mujer como en secreto, apretando los labios para dentro y poniendo cara de ratón castrado. Imagino que paran en las grandes paradas, Las Meninas, El jardín de las delicias o las majas. El resto es relleno, superficie, decoración. El banco es un paréntesis de descanso y de sorpresa. Ángel escribió en el libro mencionado que “bien pudiera ser la incesante reactivación de los placeres provocados por la contemplación de determinadas obras de arte, la razón última y suficiente de la existencia de los museos, la menos tortuosa, la más noble”. Ojalá: en la superficie era un cascarrabias, en el fondo una gominola con esperanzas.
Eva Fernández del Campo, historiadora del arte y compañera suya en la facultad de la Complutense, recuerda que solía decir que le gustaría tener un banquito y cerca de la entrada. “Un banco para echarse una siesta”, apunta. “El arte, decía Ángel, es un empeño por hacer habitable el mundo”. Antonio González, también profesor y compañero, explica que esta bacanal es lo más cercano al espíritu de Ángel que hay en El Prado, “a falta de un Matisse”. Recuerda una conferencia sobre esta pintura: él ayudaba a preparar las diapositivas que acompañarían a su discurso y le pidió que metiera en el carril tres fotos de él tumbado en la piscina tomándose un gin tonic. “Eran las imágenes de esa ebriedad intelectual”.
El director del Museo del Prado, Miguel Zugaza, pensó en este cuadro porque Ángel “adoraba Venecia y Matisse, y esta pintura es la confluencia entre ambas cosas”. El más matissiano de todos los de la colección. Anuncia que el banco es un prototipo de lo que podría emplearse como reconocimiento de quienes fueron importantes para la institución. Un banco para sentase y sentirse solo, junto con Ángel, mirando la zarabanda de ahí adentro, ignorando la de aquí afuera.