El nuevo padre de la fuerza es el mago que ilusionó a los clientes de Disney con un truco que los reconcilia con la taquilla. Sólo había una manera de hacerlo: rodando marcha atrás, mirando por el retrovisor a toda leche por las estrechas callejuelas de una Estrella de la Muerte el triple de grande, reflotando un cochambroso Halcón Milenario, reviviendo a los viejos personajes y actores y resucitando al Imperio contra la resistencia de la maltrecha República, que deposita su nueva “única esperanza” en el valor del elegido olvidado entre la nada. La melancolía no le hace ascos ni a la cirugía que dejó a Carrie Fisher con menos expresión que Vargas Llosa en un escenario.
A George Lucas le ha faltado tiempo para rajar de lo lindo. En una entrevista con Charlie Rose aclaró que la compañía a la que se lo había vendido todo por 4.000 millones de dólares, en 2012, era una “esclavista de blancos”. Por si fuera poco, para explicar la absoluta falta de originalidad de Abrams especificó que los cineastas en la Unión Soviética tenían más libertad que sus homólogos en Hollywood… Acaba de arrepentirse de la patinada y reconoce que se le fue la mano con una “analogía inapropiada”, mientras sacudía a J. J. Abrams por haber resucitado al Lucas que él mismo había asesinado, enterrado y amortizado con la segunda trilogía. No, Abrams no mató a su padre.
George Lucas no pudo comprar los derechos de El Hobbit y se inventó Willow, para lograr con Tolkien lo mismo que Amarrategui Abrams ha hecho con él: reventar la caja
En Disney sabían que sólo el nuevo Papa del blockbuster podía devolverles la fuerza: desde el 18 de diciembre, 1.000 millones de dólares recaudados en todo el mundo. Conoce la fórmula de la cocacola y la puede repetir hasta la saciedad. De hecho, si hasta el momento entendíamos el remake -esto no es más que eso- como una técnica que consiste en recoger el legado y transformarlo -algo que Borges hacía como dios, aunque a Kodama le cueste aceptarlo-, Abrams y Disney ni siquiera se han molestado.
A fin de cuentas, Abrams no sintió ni la necesidad ni el miedo al reescribir un clásico, porque Lucas (la Kodama de Star Wars) había vendido todos sus derechos y sólo le quedaba el del pataleo. De todas maneras, el que se queja de que le han copiado la estructura narrativa, calcado los planteamientos y usurpado escenas (las batallas aéreas, el enfrentamiento padre-hijo en la pasarela, lo de la cantina…) es George Lucas, alguien que movido por la frustración de no poder comprar los derechos de El Hobbit se inventó Willow, para lograr con Tolkien lo mismo que Amarrategui Abrams ha hecho con él: reventar la caja.
La diferencia entre uno y otro director -más allá de que Abrams sea un leal defensor de los intereses económicos de quien le contrata- es que Lucas se comió a su propia criatura -Saturno devorando a su hijo- con un aborrecible pero arriesgado producto, que surgió con nuevas tramas dispuesto a incordiar a los muy fans. Disney, los nuevos dueños de la marca, dan carpetazo con El despertar de la fuerza a la precuela y se olvidan de aquella aberración anticomercial (y del insufrible Jar Jar Binks). “Desde ahora haremos las cosas bien”, le dice Lor San Tekka a Poe Dameron.
Innovar (un poco)
El margen de innovación ha quedado reducido a dos nuevos caracteres: un storm trooper negro (prefiguración de Lando Calrissian) que se rebela contra las tropas genocidas, contra la masificación y la globalización de la identidad. Quién es el valiente que se atreve a no adorar a un soldado redimido, un desertor de los ejércitos en favor de la paz. La humanización del robot es una apuesta sobre seguro cuando al otro lado de la pantalla miran millones de rebeldes de sofá.
Y Rey, el nuevo paradigma de Luke Skywalker: ha sido abandonada, no tiene parientes que cuiden de ella, se ha hecho a sí misma, es una autónoma que trabaja por una insignificante ración de comida, sabe defenderse, es un alma altruista, tiene unos principios indestructibles y vive en un cuchitril que se cae a pedazos. Eso sí, tiene una pedazo moto. El mito perfecto del emprendedor.
Abrams -como ya hizo con Star Trek- ha sacado el camión y lo ha colocado en el centro del área a asegurar el resultado. Se habla de “rescate”, de “restauración”, de “redención”. ¿Por qué se insiste en el amor cuando se quiere decir sexo? O sea, pasta. Montones de pasta. Nada en contra, pero si Abrams se ha limitado al consenso al que aspira todo padre de la Transición, habrá que templar las loas y los sacrificios en el altar del mito.
La chimichanga de Abrams ha sido elogiada -también este periódico- por haber copiado al Lucas original, alabado por no aportar ni un gramo de originalidad, porque, a fin de cuentas, lo último de Lucas era tan infumable que ha conseguido que la nueva sea alucinante siendo una copia. También se habla de “homenaje” al hecho de desempolvar el Halcón Milenario, quintaesencia del merchandising retro. En defensa de la compañía hay que decir que podrían haber resucitado a Yoda -no me miren, no soy guionista-, pero no lo han hecho y con ello renuncian a otros miles de miles de dólares más de taquilla y de ingresos en juguetes.
Por si aún no se ha entendido el planteamiento de la compañía, lo de Abrams está rodado en parte con película, con el mismo formato que utilizó Lucas en 1977. Las maquetas, los hilos, el decorado, así huele la habitación del fan, a melancolía. Otro recadito que se cuela en la película dirigido a los fans y a George: “Cumpliré con nuestro destino. Acabaré lo que tú empezaste”, le dice Kylo Ren a la máscara de su abuelo, Darth Vader, posiblemente en uno de los momentos más ridículos de la cinta si no fuera por el diálogo entre Leia y Han Solo: “Me sigues volviendo loca”. “Lo sé”.