Dedos largos y finos, rectos y firmes. Lo más importante en las manos de un pintor es lo que no se ve, lo que corre bajo la habilidad de esas articulaciones adiestradas, lo que las libera de la torpeza y los tropiezos. Es el pulso, la precisión. Sin él son nadie. Cuando describimos la capacidad de observación de la naturaleza que tiene El Bosco y su virtuosismo para representarla, hacemos referencia a su minuciosidad de ornitólogo. No deja escapar detalle, porque su mano es capaz de atender con exactitud lo que sus ojos le dicen. Matar por encontrar un retrato del maestro holandés y que no sea el de sus manos, paradojas.
Maite y Rocío tienen pulso. En 1968, mientras Franco celebraba sus 25 años de paz, salían de la Universidad como parte de la primera generación de restauradores. Antes de ella hubo otros tantos (Seisdedos, Arpe y Retamino, etc), pero nunca hasta entonces como un oficio regulado, con método y academia. De ahí marcharon directamente al Museo del Prado y en él hicieron de sus talleres su hogar. Las hermanas Dávila son marca registrada de la casa. Han restaurado a todos los grandes, desde Velázquez a Rogier van Der Weyden, pasando por Memling y El Bosco. Sus manos viajan al pasado, a Las Meninas, a Los Borrachos, a La fragua de Vulcano, a Las Hilanderas, al Jardín de las delicias, a El descendimiento, al Carro del heno, y se desdoblan en cada uno de ellos. De ellas.
Al Carro del heno ha vuelto Maite. No al original de El Bosco, que ya pasó por sus manos, sino al tríptico que se encuentra en el Monasterio de San Lorenzo del Escorial, conviviendo con el frío y la humedad, desarmándose poco a poco. La obra del taller del maestro se resquebrajaba. Su estado de conservación era tan pésimo que sólo mejoraba lejos de la vista de los visitantes. Recuerda Maite que cuando llegó a las dependencias de Patrimonio Nacional encontró una pintura herida por una grieta de arriba abajo, en la tabla central. El cielo reventado de ampollas, el yeso y el color se desprendían a lo largo de las tres tablas y había pérdidas que hicieron desaparecer alguna cabeza de los personajes que pululan en torno al carro.
El Bosco ejecuta de forma muy transparente. Aplica el color con veladuras muy finas y así aparece en algunas partes de las tablas
Ante un paciente así, un restaurador sólo necesita tiempo. Esta vez Maite tampoco lo va a tener. Decisión de última hora: la inauguración de la exposición dedicada a El Bosco en El Escorial se adelanta más de lo previsto. A Maite le comunican que el cuadro que tiene entre manos ya no irá, junto a los tapices y el resto de la muestra, a inaugurar el nuevo Museo de las Colecciones Reales como estaba previsto. Debe terminarlo antes, aunque lo remate cuando se clausure la expo. De nuevo, el tiempo. Siempre escaso para dedicarse a prolongar la vida del cuadro y mantener viva la ilusión: como si los cuadros acabaran de nacer. Otorgan inmortalidad a la obra de arte, y deben hacerlo contrarreloj.
“Mira aquí”, Maite se acerca a la tabla lateral izquierda, donde se muestra el origen del pecado en el mundo. Señala la expulsión de Adán y Eva. Dice que mientras lo restauraba descubrió toques del genio. “He encontrado unas calidades finísimas en las tablas laterales, en el anverso y el reverso”. En el tríptico cerrado aparece un anciano peregrino, que recorre el camino de la vida, plagado de peligros.
“El Bosco ejecuta de forma muy transparente. Aplica el color con veladuras muy finas y así aparecen en algunas partes de las tablas. Hay leves toques maestros, casi mágicos. A veces sólo es una pincelada en el sitio correcto, un toque de luz”, cuenta la restauradora. El Bosco debía trabajar muy pendiente de las soluciones de sus ayudantes, interviniendo de vez en cuando. Pero, en la tabla central, Maite observa una aplicación más directa del color, sin esas finas veladuras transparentes. Más compacta y empastada, sin tanta habilidad. Sin pulso. Sin mano.
El tiempo pinta
En el centro de la tabla se ilustra el versículo de Isaías: “Toda carne es como el heno y todo esplendor como la flor de los campos. El heno se seca, la flor se cae”. Toda la humanidad es arrastrada por el pecado. El carro de heno es la metáfora de lo efímero y lo perecedero de las cosas de este mundo, como el pecado. La suciedad también había alterado el cuadro. Era otro, muy alejado del original. “El tiempo pinta”. Pero escondía la singularidad del pintor, tan fino y delicado como tormentoso. “Mientras que Van der Weyden es rotundo y logra que la pintura adquiera relieve de escultura, las escenas de El Bosco están llenas de movimiento y lucha.
Los he tocado con mis manos. Pero siempre en equipo, rodeada de conservadores y científicos
Durante 35 años en El Prado conoció a todos los grandes. “Los he tocado con mis manos. Pero siempre en equipo, rodeada de conservadores y científicos”, cuenta Maite. “El Bosco es especial porque es una transición. No está pintando sólo al óleo. Utiliza muchas técnicas al tiempo, como temple al huevo y aceites de linaza. Pinta de maneras distintas en un mismo cuadro”. Para unos, el último artista medieval, para otros el primer pintor moderno. Bisagra del Gótico tardío al Renacimiento. “A veces parece un cómic. Narra historias, es divertido, curioso y singular. Historias extrañas y muy enigmáticas”.
El Bosco, el pirómano. Alguien debía incendiar la pintura y el holandés lo hizo desde la paradoja: anticipó cinco siglos de realismo y fidelidad a la naturaleza retratando un mundo inexistente. Bajo la sombra de los pecados capitales y las intenciones moralizantes, lo cotidiano y lo vulgar adquiría protagonismo. “Lo que Holanda inventó no fue cómo colocar un pescado en un plato, sino que ese plato de pescado dejara de ser la comida de los apóstoles”. Antes de que Vermeer hiciera lo que Malraux descubrió muchos años después (hacer de la religión un asunto secundario), El Bosco ofreció la soberanía a la vida cotidiana.
El Bosco dio el primer paso para emancipar a la pintura de la religión, aunque no desaparece de la escena hasta el impresionismo. Demostró que no era necesario tomar prestados personajes de la historia santa. No siempre. El marco espiritual seguía siendo cristiano. Pero afirma el derecho a existir de nuevos géneros con dignidad propia. Ese paisaje, ya no es el fondo. No es un decorado. Esos objetos, ya no son accesorios. El Bosco encontró la manera de fusionar la pintura con lo profano, bajo la atenta mirada de la Iglesia. Que lo consideró un loco.
Y el humor fue lo que le liberó del sopor de la ortodoxia católica. Había llegado el momento de hacer el arte para el hombre. En Tres horas en el Museo del Prado, Eugenio d'Ors, escribe en 1923, sobre nuestro pintor como un socarrón. “He aquí las “diablerías”, de Bosco. ¡Qué licenciosa fantasía, cuánto descoco!”. Sí, “descoco”. Dice del holandés que imaginó un “delirio hilarante, angustioso o indecente de un fraile tífico”.
Malraux también dijo: “El Bosco introduce a los hombres en su universo infernal, pero Goya introduce lo infernal en el universo humano”. Sus monstruos viven en otro mundo, en uno imaginario. Imaginado. No es tanto inquietud como asombro. Goya, sin embargo, es espantoso; El Bosco es curioso. A fin de cuentas, Goya asusta porque nos reconocemos. Sus brujas, duendes y fantasmas no se esconden, son nuestros propios demonios.
Maite ha tocado todos esos monstruos y quimeras, sus híbridos, tormentos infernales, seres heterogéneos con cabeza de hombre y cuerpo de… lagarto, insecto, arbusto, casa. Todas esas visiones del infierno de sus trípticos: El juicio final, El jardín delas delicias, El carro del heno. “No me considero pintora. Cuando era jovencita sí pintaba, pero después…” Después, Maite agarraba los pinceles para desaparecer, como los traductores literarios. Su mano está ahí, pero no la ves. Debe confundirse con la de El Bosco, convertirse en una. Ella lo llama equilibrar daños, “serenar lo bueno y lo malo que se conserve en la pintura”. Es decir, no ser un estorbo entre el espectador y el artista y dejar hablar a El Bosco, que parece decir “no me leas, imagina; no asientas, vibra”.