En la exposición del Museo Nacional Reina Sofía Campo cerrado, dedicada al arte de la posguerra, se incluye a una artista, Delhy Tejero, situada enfrente de la obra de Paul Klee. Lo curioso es que, buscado o no, se trata de la repetición de algo que ya ocurriera en 1939, cuando participó en París en la muestra surrealista Le rêve dans l'art et la littérature junto a Miró, Domínguez, Man Ray, Chagall o el mismo Klee. Y sin embargo, hoy su nombre ha desaparecido de la primera línea. Algo para cuya explicación hay que rastrear en su biografía, alérgica a los esquematismos.
Delhy (pseudónimo de su verdadero nombre, Adela) formó parte de la generación de la Residencia de Señoritas de María de Maeztu. Había nacido en 1904 en Toro (Zamora), donde muy pronto sufrió, junto a sus dos hermanas, la pérdida de su madre. Cuando por fin logró trasladarse a Madrid, pronto destacó como ilustradora: en 1928, ya colaboraba en revistas como Blanco y Negro, Crónica o La Esfera. Paralelamente, en el entorno de la Residencia conoció a Lorca, Alberti, Clara Campoamor, y entabló una gran amistad con Josefina Carabias, Martina Romero y Mariquiña Valle-Inclán. Delhy pronto se vio atraída por el muralismo, que estudió durante sus primeros viajes a París y Bruselas. Mientras tanto, experimentó con diversas técnicas, como la "delcomanía", que en 1939 sería atribuida a Óscar Domínguez.
La Guerra Civil la sorprendió en Marruecos, y vivió toda una odisea hasta que pudo regresar a Toro. Su llamativo aspecto, sus uñas pintadas de azul marino, la ropa confeccionada por ella misma, su forma de fumar en boquilla y su actitud desenvuelta hicieron que las autoridades de Salamanca desconfiaran de que fuera realmente miembro de una destacada familia toresana. Tuvo que pasar un interrogatorio por parte de los militares para demostrar que efectivamente conocía a gente que vivía allí.
Durante unos meses recibió algunos encargos del nuevo régimen, como un mural para el hotel Condestable de Burgos, pero rechazó el encargo de Pilar Primo de Rivera de otro para el castillo de La Mota. En palabras de su sobrina, María Dolores Vila, "tenía una especie de aversión instintiva al franquismo, aunque ella no era en absoluto roja; sólo republicana, que era en lo que se había formado. Pensaba que aquella guerra iba a durar poco y no se quería involucrar. Tenía la rebeldía del artista. Podría haber sido la Ávalos del régimen", en referencia al emblemático escultor del Valle de los Caídos.
Tenía una especie de aversión instintiva al franquismo, aunque ella no era en absoluto roja; sólo republicana, que era en lo que se había formado
En su lugar, pidió permiso para ir a Italia; entre otros lugares, vivió en Capri, donde trabó amistad con Axel Munthe, el filántropo sueco que hizo de su casa en San Michele un extraño oasis en una Europa que se desmoronaba. Estuvo además en París, donde visitó el Pabellón Español de la Exposición Internacional y conoció a Picasso, y donde se integró en las frenéticas tertulias artísticas y literarias del momento.
Sin embargo, siempre incómoda en todos los lugares, a finales de 1939 volvió a Madrid, donde se instaló en un estudio del Palacio de la Prensa, en la plaza del Callao. A partir de ahí, su trayectoria artística reflejó la influencia de la teosofía, que la llevó a ahondar en una espiritualidad que la hizo destruir parte de su obra anterior, marcada por la corporalidad. En 1952 participó en la exposición de arte abstracto de Santander junto a Saura o Miralles, pero nunca llegó a formar parte activa de ninguno de los grupos artísticos del momento. Además, aprovechó un viaje en los sesenta a París, ya enferma, para intentar borrar los frescos inspirados en desnudos pompeyanos que había realizado en los treinta.
En realidad, Delhy Tejero terminó marcada por su extrema individualidad, que llevó a todos los aspectos de su vida. Soltera y sin hijos y tremendamente independiente, dudaba sin embargo de que sus contemporáneas estuvieran preparadas para construir una sociedad nueva. Aunque continuó colaborando en prensa, pintando y recibiendo encargos para murales, tampoco se significó explícitamente como adepta al régimen. Además, su condición de mujer tampoco la ayudó: terminó convertida en una rara avis, una presencia más o menos constante y tolerada pero que, a su muerte en 1968, enfocó un rápido olvido que vino a unirse al de muchas de las artistas y nombres femeninos de la generación rota por la guerra.
En un momento en el que elegir bando parecía la única forma de aspirar al reconocimiento, aunque fuera sólo de una parte, ella prefirió aislarse y seguir sólo el camino que le marcaba su obsesión por la búsqueda artística constante: "Hay que empezar por donde ha terminado el último. No hay que copiar a nadie sino conocer lo que han hecho todos los mejores y superarlos. Hay que crear lo que no ha hecho nadie", dejó escrito en uno de sus Cuadernines.