Todo lo que sé de Barroco se lo debo a los clicks de Playmobil. Sin rodillas ni codos, representan todo lo anterior a Caravaggio: hieratismo, rigidez y ausencia de expresiones. Ni un atisbo sentimental, ni una ceja levantada. Son los muñecos que nunca se caen, que nunca sufren, que siempre se mantienen en pie en escena. Prueba a matar a un click. Son seres refinados y pulcros, tiesos, alexitímicos con corazón de Acrilonitrilo Butadieno Estireno (un plástico maleable). Los clicks proclaman la inacción y la sumisión que los convierte en esclavos de la asfixiante cadena de la normalidad. Y cada año, la fábrica de Zirndorf, Alemania, produce 60 millones de cajas de eso.
Antes de que el merchandising se perfeccionara tanto como para hacer del museo una visita alternativa a la tienda y la cafetería, André Malraux escribió que “el museo es uno de los lugares que dan más alta idea del hombre”. Eso pensaba el ex ministro de Cultura de Francia, antes, como digo, de que los protagonistas de La ronda de noche (1642), de Rembrandt, salieran definitivamente del cuadro y se convirtieran en seres plásticos que sólo se pueden adquirir por 5,95 euros en la tienda del Rijksmuseum -en ebay a 10,95 euros, en Amazon a 24,99 dólares.
No hay necesidad de saber de qué hablan ni qué representan, ni cómo fueron hechas. Sólo son reliquias, como las de antaño, como las que mueven a millones de peregrinos sin importar qué hay detrás. La conversión de Rembrandt en reliquia click olvida las sombras divididas y subdivididas, puertas, vainas de espadas, jubones, terciopelos y plata, olvida las banderas y las lanzas, un perro rabioso y los tambores, el brillo de las primeras armas de fuego y las últimas armaduras, y ese ojo que asoma sobre el hombro izquierdo del abanderado, con el que el propio Rembrandt nos hace un guiño.
Olvida la factoría plástica que fue un encargo de la corporación de los arcabuceros, destinado a la gran sala del cuartel general de la Guardia cívica, en Nieuwe Doelenstraat (Amsterdam), que más tarde el cuadro fue recortado -Rembrandt muerto- en 25 centímetros de altura, otros 30 por la izquierda y unos diez a la derecha... porque no entraba en su nueva ubicación. Se salvó, abajo a la izquierda, una esquina de la orilla del canal de la ciudad por la que echa a andar la treintena de tipos que componen la Guardia cívica, dirigida por Frans Banningh, el capitán Purmerland, que pide a su lugarteniente, Willem van Ruytenburch van Vlaerding (de amarillo y con las armas de amsterdam bordadas en la casaca), dar orden de ponerse en marcha.
Treinta y seis años después de pintado el lienzo, esta frase de un cronista: “Todos los demás cuadros presentes parecen a su lado cartas de la baraja”. O clicks de Playmobil. Porque Rembrandt adora el detalle, aunque no lo define, desde la punta de un zapato al mostacho de un arcabucero, y a todos los golpea con la luz entre tinieblas. Nadie había contemplado a sus personajes como un dios despechado, que prefiere complicarles la vida a juzgarles. Ni siquiera lo hizo Caravaggio, el temerario de la aventura Barroca. Nadie había tratado así a 16 clientes a la vez, que después de pagarles 1.600 florines por aparecer en la escena, los relega a la oscuridad, ignorando sus quejas y lamentos. Si el siglo XVII fue el último de los siglos de oro, todo lo demás fue chatarra y plástico.