Con el primer huevo estrellado movió un dedo. Con la pintura que chorreó por su montura pareció mover la pierna. Cuando le colgaron la Senyera enderezó el espinazo. La muñeca hinchable a horcajadas sobre su pelvis le devolvió el movimiento al brazo derecho. La cabeza de cerdo le hizo flexionar sus rodillas. Ya parecía que cabalgaba de nuevo, faltaba el último empujón… España ha tragado con cuatro décadas de sometimiento y otras cuatro de silencio, que han desembocado en una noche de palancas y una estatua de Francisco Franco derribada y hecha añicos sobre el suelo del centro de Barcelona.
Parecía que era la imagen que certificaba que la Transición se había consumado, parecía que el consenso había terminado y que la reparación de los crímenes del franquismo se resolvían, durante cuatro días y tres noches, con el escarnio público. Parecía que el pueblo derribando al dictador era la imagen que necesitaba la democracia española para dar por saciada la Transición, para agredir a quien no pudieron someter en vida. Pero la imagen de los despojos del miserable colgando del brazo mecánico del camión de la basura, en la madrugada de la ciudad, demostraba que la Transición era una filfa, que no ha servido para reparar daños y dolores.
Es la maldición del franquismo: cada vez que injurias a Franco, regresa como el Cid Campeador decapitado, listo La Reconquista. Injuriarlo no es matarlo, es resucitarlo. Hasta el día en que se convirtió a Franco en una paella de escupitajos, los artistas habían sido los enviados especiales dela ciudadanía en el ajuste de cuentas con el caudillo: lo asaetearon, golpearon, trituraron y lo metieron en una nevera. Recibe su merecido sin derecho a réplica, porque ellos tienen permiso para golpear con sus metáforas la calaña del personaje. Ni una Fundación que trata de lavar la imagen de un dictador conseguirá frenar al arte en los tribunales.
Homenaje y linchamiento
Con la exposición Franco, Vitòria, República, Impunitat i Espai, organizada por el Ayuntamiento de Barcelona, en el Born Centre Cultural y Memoria (BCCM), los vestigios del franquismo, que la Ley de Memoria Histórica mandó a prisión, se regurgitaron a la vía pública, desde el limbo de los almacenes, para jugar al arte. Y la metáfora cambió de manos. Pero un Ayuntamiento no tiene derecho a la metáfora. Del arte político se pasó a hacer política con el arte: no se ha expuesto la estatua en la calle, se ha expuesto la estatua a la calle. Y entonces, las dudas: ¿qué diferencia hay, cuando lo monta el poder político, entre el homenaje y el linchamiento?
Hace tres años, la plataforma Artistas Antifascistas montó una exposición en Vallecas (Madrid) para denunciar el intento de lesión del derecho a la libertad de expresión de Eugenio Merino. Entre las piezas de los 33 artistas, Cuco Suárez sacaba sangre a los espectadores, la metía en un tarro de cristal y lanzaban el tarro con fuerza contra un retrato de Franco. Con una gran escoba extendía la sangre sobre la efigie del dictador, con la idea de “devolverle toda la sangre que vertió”. El arte invitó al ciudadano a participar de su metáfora, algo a lo que la política no tiene derecho.
El comisario y crítico de arte Jorge Luis Marzo comenta con este periódico que la carga contra la estatua es la demostración que las imágenes siguen vivas, que no se las puede matar. “Creemos que las imágenes son inocentes, que no afectan a la vida, ¡claro que sí!”. En su ensayo Arte en España (1939-2015), ideas, prácticas, políticas (Cátedra), explica que hay ciertas imágenes que se hacen intolerables, y que el arte otorga la posibilidad de crear unas imágenes que de otra manera no serían posibles. “Hay un rechazo frontal al hecho de que haya una disciplina capaz de cruzar fronteras cuyos efectos no se tolerarían en otro ámbito”.
En La furia de las imágenes (Galaxia Gutenberg), Joan Fontcuberta escribe sobre el intento de control político de las imágenes. “Lo que mueve a la política son las imágenes”, dijo a este periódico. Esa estatua ultrajada lo vuelve a confirmar.
La política cuando actúa sobre el arte y su imagen o lo censura o lo manipula. Se esfuerza en domesticarlo, en volverlas culturales, pero no es posible. Son políticas, sobre todo, fuera del museo. En la calle se vuelven “activas y furiosas” cuando actúan de la mano del arte, capaces de acabar con la desidia de los dirigentes; dispuestas a cumplir con sus intereses cuando las invocan ellos.