Max Pam, el fotógrafo que conoce todos los burdeles de Tailandia
Viajó por todo el Sudeste Asiático durante cinco décadas y ahora resume su obra en un libro, que es su vida.
5 noviembre, 2016 02:09Muchas veces entraban sin llamar. “¿Te gusta lo que te ofrezco?”. No había televisión en las habitaciones de los hoteles, que también eran burdeles. Con suerte tenías un buen libro para leer, pero ya está. Las paredes estaban forradas de espejos, los techos también. “Y de repente aparecía esa criatura preciosa de una cultura interesantísima, que se presentaba para estar contigo. Ser tu amiga, ir a ver una película, follar”. Cuenta el fotógrafo australiano Max Pam que la vida sexual en el Sudeste Asiático era algo público y obvio. Estaba pensada para la gente local, no para el turismo.
Recorrió Tailandia y Filipinas hace 20 años, fotografió sin prisa, sin robar, tratando de no ser un turista perdido en un mundo exótico. “Hay que evitar lo exótico como sea. Cuando empecé a trabajar podía hablar del Oriente exótico porque nadie lo conocía y lo hacía en blanco y negro. Pero hoy esto es impensable”. Antes era posible llegar y emborracharse de todo lo extraño de un mundo distinto. Hoy, para no ser un turista impresionado, recomienda llegar con un plan.
Durante 50 años Max Pam (1949) ha tenido un plan: viajar. Una parte de todos esos cachitos de realidad que ha ido acumulando con su cámara, entre 1971 y 2008, en un gesto evidentemente autobiográfico, aparecen recogidos en el libro Autobiograhies, que publica La Fábrica (y expone parte de esta obra). La mayoría de las fotos son retratos y algún que otro autorretrato, realizados en India, Borneo, Londres, Sídney, Yemen, Iraq, Pakistán, Tanzania, Tibet, China, Tailandia o Malasia.
¿Eres gay?
No roba. No violenta. No molesta. No agrede. Es un fotógrafo que quiere desaparecer, no ser invisible. Pregunta, intima y cuando se convierte en uno más de sus protagonistas, fotografía sin miedo a ser visto, con el permiso de todos. Otras veces paga por ello. Era prostituta y estudiante de una carrera. Estuvo dos horas con ella de sesión fotográfica y cuando acabó le pagó 60 dólares, su tarifa. “Bueno, y ahora el sexo”. Le dijo al terminar los retratos. “No me interesa, gracias”. Ella miró a Pam: “¿Eres gay?”. Le contestó que sí y se acabó la conversación. El fotógrafo está sentado durante esta entrevista junto a su mujer, que no habla, no mira, no gestualiza. No estrecha la mano para despedirse.
Por eso odia a la gente de Nueva York, porque no comprenden la diferencia entre fotografiar el viaje y fotografiar el espíritu del viaje. Dice que hay muchas maneras de viajar, que si el fotógrafo se imagina que está en una misión y busca como loco el acontecimiento, no le importa cómo conseguirlo. La agresividad. La detesta. Por eso detesta a Bruce Gilden. Hay un vídeo en Youtube que muestra cómo trabaja Gilden en plena calle, robando retratos a transeúntes despistados, enfrentándose a ellos. “Es la típica mentalidad neurótica y agresiva neoyorquina. Pero ene l espíritu del viaje eres una persona que empatiza con los otros seres humanos. No arrasas, no te aprovechas de ellos, eres educado e intentas no ser una persona desagradable”, cuenta.
La cámara no era una amenaza para la clase trabajadora en Tailandia, por ejemplo. La case media era impermeable y no se dejaba retratar. La intimidad de sus protagonistas era accesible. “Podías comer con ellos, gastar bromas con ellos, acostarte con ellos y fue una época muy buena de mi vida”. La doble página que resume esto muestra, a la izquierda, a un niño vestido con traje, descalzo, repeinado, risueño, abrazado por el que parece su padre. A la derecha, un culturista en la plaza pública, rodeado de hombres que miran al fotógrafo y al personaje. Ahí plantado, se muestra como una presencia inquietante en medio de la normalidad.
No hay pies de fotos, no hay opción a la mentira. Todo es discreción, no hay grandes acontecimientos, ni gestos heroicos. Esto lo aprendió de Diane Arbus (1923-1971). En realidad, lo aprendió todo de la fotógrafa neoyorquina. “Es mi heroína”. Se encontró con su trabajo en la biblioteca de la facultad de Bellas Artes. A partir de ese día entendió cuál era su camino, que durante cinco décadas no ha abandonado. Ni siquiera por las drogas.
“Entre los 20 y los 30 años mi vida fue una puta montaña rusa: los puntos altos eran increíbles y si ibas colocado más todavía, con LSD, el hachís. Las experiencias eran impresionantes, hermosas, pero debía parar para evitar”, recuerda Pam. Dice que drogarse era como lanzar una cerilla a una piscina de gasolina y no podía seguir haciéndolo por miedo a perder todo control sobre su vida. “Descubrí el yoga y la meditación, que evitó que cayera en un agujero”.
Más drogas, menos fotos
En esos hoteles baratuchos el sexo y las drogas eran parte del viaje. “Siempre aparecía esa oportunidad. Era parte del proceso. Al acabar el día, nos reuníamos en el hotel. Había todo tipo de drogas para elegir. No había ningún problema de legalidad”, recuerda de Afganistán, donde no podían dar un trago de alcohol, pero podías fumar marihuana o ponerte heroína.
“Son situaciones muy interesantes cuando vas hasta las cejas. La gente perdía el control y moría. Veías a los adictos a la heroína, enfermos de hepatitis, enfrentado a dos tíos de la ciudad. Sabías que no iba a salir vivo de allí. Hubo muchas drogas en mi juventud, pero llegó un momento en el que eran una distracción exagerada”, dice. Su estabilidad emocional era parecida a la de placas tectónicas que no dejaban de chocar.
Su autobiografía no es yoísta. Es la vida con la que se encuentra, no él en la vida. Max Pam no quiere olvidar ni una gota de su vida, escribe, dibuja, mancha, recorta y pega sobre sus agendas. Monta ediciones únicas a 36.000 euros sobre las experiencias de un turista que no quiere serlo.
“Cuando estás en una cultura que es tan distinta a la tuya, rodeado por elementos exóticos, es muy difícil evitar los clichés y los tópicos”, cuenta. Y hoy más que cuando tenía treinta años y recorría Asia. Desde hace tres años trabaja con la cámara digital, una reconversión dramática: “¡Maldita cámara digital!”. Dice que con ella es más difícil evitar los topicazos, porque son fotos buenas “que parecen trabajos para la National Geographic”. Él trabajó para la revista en sus inicios. “Con la cámara digital trato de evitar todo el tiempo esa terrible calle sin salida. He visto compañeros hundidos por la cámara digital”. Tampoco quiere ser derrotado por el instante decisivo, vive para el azar.