El siglo XIX manda desde Australia a Europa postales con un siglo y medio de retraso. En una de ellas hay un vaquero remonta una colina a lomos de su caballo, mientras agita su sombrero y trata de dirigir el paso de las ovejas al abrevadero. La polvareda y el gesto del ganadero invitan a imaginar el jaleo. Es un lienzo grande, de metro y medio, y el pintor australiano Tom Roberts (1856-1931), apodado como 'padre del paisajismo australiano', lo remata dos décadas después de que Monet estampara aquel sol naciente, con el que se da por inaugurado el impresionismo. Ya saben, el intento de atrapar la luz y el instante decisivo, sin atender demasiado a la claridad y nitidez de lo que representan. Aprenden de la fotografía que el momento es más importante que las formas.
Ahora, la National Gallery de Londres desvela que no estaban solos. Que más allá, también había artistas preocupados en abandonar los estudios y plantar el caballete a plena luz del día para entregarse al azar con velocidad. Había, pero no tantos. La cuadrilla impresionista australiana eran cuatro: Charles Conder (1868-1909), que emigró de Inglaterra durante la adolescencia, Arthur Streeton (1867-1943), el citado Roberts y John Russell, nacido en Sydney (1858-1930), que viaja a Francia, donde es amigo de Monet, Van Gogh y Matisse.
El colectivo australiano desarrolla un sentido de la nacionalidad y la identidad propia que contrasta con el movimiento original, en esencia, cosmopolita y urbano
El colectivo australiano desarrolla un sentido de la nacionalidad y la identidad propia que contrasta con el movimiento original, en esencia, cosmopolita y urbano. En su alegre y festiva visión de la vida, los impresionistas salen al campo, a los parques, al centro de la ciudad a disfrutar de los cambios de luz y sus juegos sobre la naturaleza. Incluso la sombra se presenta como un fenómeno óptico luminoso. Sin embargo, como indica el director de la institución, Gabriele Finaldi, los pintores australianos “forjaron un lenguaje de la pintura que celebra el carácter distintivo de la campiña y la costa australiana, así como la vibrante dinámica de sus ciudades en rápido crecimiento, en particular Sidney y Melbourne”.
Folclóricos
Pero hay más pintura de paisaje campestre que urbano. Hay más naturalismo que impresionismo. Son menos cosmopolitas y más folclóricos que Edouard Manet, Edgar Degas, Claude Monet, Pierre-Auguste Renoir, Camille Pissarro, Alfred Sisley, Frédéric Bazille y Berthe Morisot. Con ellos comparten la necesidad de contar la verdad y poner punto final a los sueños. Salen a por la vida, quieren atraparla y prestan atención a la luz y a la atmósfera, en un estilo más lineal, de modelos más rígidos y puritanos.
En agosto de 1889 inauguran una exposición de arte contemporáneo en las salas de Buxton, en el centro de Melbourne, con un curioso título que hace referencia a las cajas de cigarros que sirven de soporte para muchas de las imágenes expuestas. Finaldi asegura que en aquella muestra ya se desvelaron los principios estéticos del movimiento: pintura de paisaje y representación del medio ambiente urbano. La exposición de la National Gallery incluye 41 obras de estos cuatro pintores, procedentes de colecciones particulares y del Art Gallery of New South Wales, de Sidney.
De todas ellas destaca una audaz, atrevida y veloz composición de una estación de trenes, en Sidney, captada en 1893 por Arthut Streeton. Al parecer le bastaron tres horas para desarrollar el bullicio de la parte superior del encuadre y dejar vacía la mitad inferior, donde brilla el suelo mojado por la lluvia. Sobre él avanza la figura de un hombre, apenas una sombra en el piso resbaladizo.
Humo, carruajes y colores contrastados, pincelada quebrada y fluida, y una civilización en marcha. Curiosamente, con esta tela demuestra estar mucho más capacitado para el desafío de una ciudad en marcha que la perspectiva conformista de las estampas rurales con las que se ganó la fama y el fin de mes.
Instantes de ciudad
Años después del pastor de ovejas a caballo, Roberts se posó en una de las calles principales de Melbourne y en las miles de anécdotas que rodean un instante en la vida de una ciudad que echa a andar. Un perro, un anuncio, un carrito de hielo en medio del sofocante verano australiano, las figuras se evaporan entre la muchedumbre, que tiene forma de mosaico de terracota. Los edificios, los toldos, los postes telegráficos que manchan y marchan en la perspectiva en fuga, son los elementos propios del zumbido de la vida moderna. Una versión menos gélida del Bulevar de los Capuchinos que pintó Claude Monet 16 años antes.
Como explica Sarah Thomas en el catálogo de la muestra, “en las últimas décadas del siglo XIX, los pintores impresionistas de Australia fueron la vanguardia de un movimiento nacionalista que quiso crear una adaptación de un estilo y un enfoque que, desde sus orígenes en la década de 1860, en París, se extendió por todo el mundo”. Una nueva nación requería nuevos valores, símbolos e instituciones que la unificaran y la pintura se dedicó a crear esa nacionalidad común.
Creían en la cercanía con la naturaleza, equiparable a una nostalgia de la vida simple, de la Arcadia. A pesar de ello, Roberts animaba a sus compañeros a subirse al tren y visitar el país. De ahí que las escenas son la suave convivencia de los bosques de eucaliptos o las playas desiertas. Están listos y dispuestos a construir una visión pastoral del horizonte australiano, mientras adoran la vida rural y unas brasas con chuletas.
Streeton, Roberts, Conder y sus contemporáneos desplegaron el arsenal de nuevas herramientas pictóricas “para producir un arte que entendían como propiamente australiano”. Dieron forma a las comunidades imaginadas y a la mitología del pionero blanco, trabajador y ambicioso, con el que muchos australianos siguen identificándose en nuestros días, a pesar de una realidad mucho más compleja. Entonces, hoy.