Fue un escritor consciente de lo que hacía temblar al lenguaje. Un pintor comprometido con el verbo de los matices. Un pensador forjado en la observación de la vida. Un poeta con ojos para los que emigran y tratan de escribir la verdad en los trenes. Un hombre que hacía el amor a la naturaleza: “El heno/ olía al amor/ del cielo por la tierra”. También fue un reportero en busca del heroísmo y la autoestima en los trabajadores empobrecidos. Un artista que usaba la fotografía como medio de transporte. Un músico que cantó a las articulaciones y al reumatismo, a las callosidades y las uñas sucias. Un dramaturgo que imitó el llanto balbuciente de los acentos de los desheredados los vagabundos. Y, finalmente, un ser humano que reconoció que la vida sin heridas no merece la pena vivirse. Sí, John Berger no se acaba nunca. Ni siquiera este dos de enero de 2017.
John Beger me enseñó a mirar dando pequeños pasos hacia lo invisible, como si fuera un marchante de aspectos y apariencias. Un coleccionista de apuntes. El secreto. Me enseñó que el secreto es entrar en lo que se mira en ese momento. Sea un cubo de agua o un roble. Una vez dentro el cubo se convierte en algo claramente único. Berger me enseñó a formar parte de lo que miro, como en su poema sobre Delft, la ciudad del pintor Vermeer: “En esa ciudad,/ al otro lado del agua/ donde todo ha sido visto/ y cuidan de sus ladrillos como de gorriones,/ en esa ciudad como una carta de la familia/ leída una y otra vez en un puerto,/ en esa ciudad con su biblioteca de tejas...”
Y digo formar parte, no apropiarse de la imagen, porque la escritura y la mirada de John Berger es un canto al amor, cosido a su mujer. “Nunca se logra el equilibrio./ Sin embargo, ni tus ojos ni los míos/ tanteándose en la noche/ muestran signos de vértigo”. Mirar no es atrapar, no es adquirir, tampoco es acopiar, no es cazar, ¿retener? No, por supuesto. Mirar es amar, un estado de embriaguez del que si se despierta ya no se puede recordar cómo se hacía, cómo se entra en las cosas. La razón, parece decir Berger, no tiene razón en el arte. Uno mira desarmado desde la intuición.
“No se puede definir un cuadro haciendo una lista de lo que hay en él, ni siquiera enumerando todas las pinceladas: un cuadro se convierte en lo que es de acuerdo a cómo mantiene unidas las cosas, o a cómo no consigue mantenerlas unidas”, escribió en Espacio (de una carta a Sven Blomberg), como si se estuviera refiriendo a la pincelada suelta e intuitiva de Velázquez. Porque el impulso de pintar, escribió, no procede de la observación ni del alma, sino de un encuentro: “El encuentro entre el pintor y el modelo, aunque éste sea una montaña o un estante de medicinas”.
El pintor necesita acercarse a su modelo para colaborar; acercarse significa olvidar la convención, la fama y la razón. Olvidarse de uno mismo. El encuentro entre el pintor y el modelo es similar al encuentro entre el que mira y la obra: una colaboración. Además, cuenta Berger, el artista no es un creador, sino un receptor: “Lo que parece una creación no es sino el acto de dar forma a lo que se ha recibido”. El acto de mirar no es recibir, sino formar parte de lo que se recibe. Cuando se entiende el principio de colaboración, “nos ofrece la oportunidad de ver con mayor claridad por qué nos conmueve la pintura”.
Pintar hoy, decía, es un acto de resistencia generador de esperanza. Pintar es resistir, de la misma manera que lo es mirar. “La cosa pintada habla si nos paramos a escuchar”.