Es muy raro encontrar un estudio de pintor sin pinturas. La norma nos ha enseñado que los lienzos se amontonan sobre las paredes, a la espera de un golpe de suerte que se los lleve a otra casa. La fortuna, a veces, hace detenerse a un cliente en una galería, donde el galerista le coloca todo lo que puede. Una mitad será para él y la otra mitad para el creador. Y así es como los estudios de los pintores se convierten en sus almacenes (abarrotados) y así es como los artistas dejan de serlo por no vender nada y tener que dedicar su tiempo a otra cosa.
“Esto no te lo enseñan en Bellas Artes, donde aprendes a pintar durante los tres primeros años de carrera y en los dos últimos realizas tu trabajo personal. Pero nadie avisa de que cuanto más abstracto y conceptual, más difícil de vender. Y sales a la calle con tu trabajo personal y abstracto y en julio, ya no tienes trabajo”, habla Manuel Campa y habla claro sobre la manera de no morir del arte.
Pero nadie avisa de que cuanto más abstracto y conceptual, más difícil de vender. Y sales a la calle con tu trabajo personal y abstracto y en julio, ya no tienes trabajo
El pintor lamenta que la enseñanza plástica no esté orientada al comercio, como sí ocurre en otras artes como la música, donde no hay estigma -o no tanto- por trabajar para y por el gusto mayoritario. “Tengo más encargos de los que puedo soportar. Desde hace un par de años siempre hay pendientes cerca de 40 cuadros en lista de espera”. Manu es un pintor de éxito, que vive de lo que pinta, una rara avis. Campa nunca ha ido a ARCO como artista, pero vende todos los días.
Es el habitante de este estudio deshabitado. Apenas su silla maltrecha, varios caballetes, tarros de pintura acrílica, un par de botes repletos de pinceles, una lista de hip-hop clásico sonando, un par de bicis y una repisa con varias maquetas de coches antiguos: un Volkswagen escarabajo negro, varios Porsche y otros tantos modelos que los amantes del motor y del lujo identificarían a la primera. En el centro, un gran lienzo con un Porsche 911 verde. Es para un cliente en Noruega, el director de uno de los 100 talleres de restauración que Porsche va a abrir en todo el mundo, en los próximos cinco años. Ese 911 verde botella es el primero que restauró el homenajeado y este cuadro de Campa es el regalo que le harán sus compañeros de trabajo, con una condición añadida al precio: Manu debe ir para allá a entregárselo en persona, en mano. Mucho respeto por la ceremonia.
Desclasarse: de bicis a Porsche
Cada cuadro que pinta es una historia de vida. Él, que es un pintor preso del gusto ajeno, acumula experiencias con cada venta. Y en este par de años habrá pintado cerca de 150 cuadros de coches clásicos, sobre todo, para clientes extranjeros. Mala combinación para lo intereses de un español: lujo y arte. De esas relaciones personales que traba con sus compradores ha surgido una curiosa fraternidad con el mundo del ciclismo. Varios deportistas profesionales tienen cuadros firmados por Campa en sus casas: el norteamericano Taylor Phinney o el italiano Manuel Quinziato, ambos en el equipo BMC. Pero también el ciclista Luis Pasamontes y Fran Ventoso tienen algunas de sus bicis clásicas colgadas en sus casas.
Porque antes de encontrar el nicho de clientes con dinero y amantes de los Porsche, Manu tocó el de las bicis. De sus clientes hipsters de Malasaña a los empresarios cataríes. El cambio lo ha notado su familia, su segundo hijo ha nacido hace unos días. Antes de las bicis fueron escenas urbanas de Madrid y antes retratos. Se infló a hacer retratos hasta que se le atragantaron y lo dejó. Cinco años, dos a la semana. Una fábrica. Hasta que la cerró y encontró otros motivos. De las bicis también acabó harto. De momento, con los coches disfruta. Habla apasionadamente de sus encargos y, sobre todo, de la relación con los mecenas.
Manu representa un nuevo tipo de pintor, muy conocido en la historia de la pintura española. Porque es un pintor de corte, como lo era Velázquez. De una corte amplia, internacional, inagotable. Un pintor que trabaja por encargo, costumbrista, pop, no hiperrealista (a pesar de lo que parezca en las fotos), a la manera clásica que reivindica la materia y el color por encima de la línea. Un pintor que tiene contacto con sus clientes y no deja su labor en manos de intermediarios, que nunca le ha representado ningún galerista porque no los ha necesitado: las redes sociales han suplido sus labores. Su Instagram es un hervidero de comentarios. De ahí le llegan los encargos, por el intercambio conocen su obra en cualquier parte del mundo. Tiene una difusión mucho mayor que la de cualquier galerista y no tiene que partir en dos el precio.
El arte decorativo
Campa reconoce abiertamente su interés comercial, su deseo de vivir para pintar y de pintar para vivir. Ha encontrado la fórmula que le permite comer y alimentarse. “Siempre me ha gustado pintar cosas bonitas. para el salón”, cuenta. “¿Por qué las artes decorativas están denigradas?”. Es la utopía del pintor. Ha superado el conflicto del complejo comercial, la culpa de entregarse al gusto fácil e inmediato.
“A mí no me gustar llamarme “artista”, es una palabra demasiado pretenciosa. Yo soy un pintor. Y me salto toda la parte de la bohemia, porque no me interesa. Esto es arte directo, si te gusta, lo quieres. Es un caramelo, no le hace falta un discurso que lo envuelva. Porque nadie necesita comprar un cuadro, no es una necesidad vital, por lo tanto no trates de hacer como si lo fuera. Mi actitud es otra: sólo pienso en la estética”, explica con detalle a este periódico. El lujo del arte
A mí no me gustar llamarme artista, es una palabra demasiado pretenciosa. Yo soy un pintor. Y me salto toda la parte de la bohemia, porque no me interesa. Esto es arte directo, si te gusta, lo quieres
Los precios de Manu han crecido mucho desde que hacía retratos a 120 euros. Ahora, en función del tamaño, trabaja entre 1.000 y 3.000 euros. Y prefiere los lienzos grandes, porque se divierte más. Se mueve mejor por la superficie. Trabaja de nueve de la mañana a siete de la tarde, sin parar. Antes más, pero ahora es padre. Tiene un ayudante que le quita trabajo de trinchera, como montar los bastidores. Pero dice que no en el cuadro. No quiere a nadie, porque se convertiría en una productora de arte y no lo quiere. Le gusta pintar, disfruta.
Nadie necesita comprar un cuadro, no es una necesidad vital, por lo tanto no trates de hacer como si lo fuera. Mi actitud es otra: sólo pienso en la estética
“Además, ¿cómo das con alguien que pinte exactamente como tú?”, se pregunta y la conversación deriva en el polémico taller de Antonio de Felipe y la pintora japonesa Fumiko Negishi. “Prefiero estar solo y que mi contacto con mis clientes sea muy personal. Me llegan cachondos mentales de medio mundo, con las llaves de sus coches para conducirlos. Formamos parte de una familia”. Como imaginarán, sus clientes españoles apenas son un 10% de sus ventas.
Pinceladas a la andaluza
Las pinceladas de Manu, de cerca, son inconexas. De lejos, una composición armónica. Lope de Vega definió con mucha precisión esa nueva visión que implantó Velázquez en el siglo XVII: “Oh, imagen de pintor diestro, que de cerca es un borrón”. Esa manera de “ver de lejos” del genio andaluz, favorito de Felipe IV y su corte, también trató de definirla Quevedo, en su silva El pincel: “Esas manchas distantes, que son verdad en él, no semejantes”. Incluso en los focos de un Porsche 911.
Prefiere que le etiquetemos como el Andy Warhol de los Porsche, que como el Antonio López de los Porsche, porque se reconoce más pop. Posiblemente en su intención y referentes, sí. Pero en su técnica, no. Campa bebe de la tradición más clásica de la pintura española, la que está fascinada por la luz, la que hace crecer la composición a partir de un golpe de pincel y un punto de materia suelto ahí, sin disimular. Y no quiere ocultarlo: “No son fotos, son pinturas”.