“Cualquiera lo haría mejor que este burro, incluso Shirley Temple”. Eso pensaba de Franklin D. Roosevelt el pintor Edward Hopper, que se negó a votar al presidente demócrata en 1940, en las Elecciones que le otorgarían su tercera legislatura. No lo tragaba y así lo cuenta por carta su mujer Jo a la amiga del matrimonio, Dorothy Ferris. Hopper admiraba al candidato republicano Wendell Willkie, el primer candidato director de una gran compañía, y precedente calcado de Donald Trump.
“Estoy en el negocio y estoy muy orgulloso de ello”, gritó Willkie a la multitud de Nebraska, en plena campaña. “Nadie puede hacerme levantar el pie de mi carrera empresarial, porque, después de todo, los negocios son nuestro modo de vida, nuestros logros, nuestra gloria”. Willkie tuvo más éxito como CEO de la Commonwealth & Southern, un holding de grandes empresas de electricidad, a pesar de que su popularidad creció por declararle la guerra al New Deal de Roosevelt, con el que además de rescatar a la banca promovió la protección social para asegurar el poder adquisitivo de la población, con la idea de aumentar el consumo. Willkie creía que las industrias como la suya estaban “excesivamente reguladas”.
El cuadro de la década de la Gran Depresión de Edward Hopper, del que este lunes se cumplen 50 años de su fallecimiento, es Gas o Gasolinera, rematado en 1940, en el que una estación de servicio aparece iluminada como una isla en un mar de nada y oscuridad. Son los últimos años de París como capital del arte, antes de que empiece la Segunda Guerra Mundial y el eje artístico se desplace, por primera vez en la historia, a Nueva York, con Pollock a la cabeza. Es la representación misma de la ansiedad y las promesas rotas del capitalismo, tal y como figura en la exposición inaugurada en la Royal Academy de Londres, America After the Fall, con 45 obras de 32 artistas diferentes.
El arte importante es la expresión exterior de la vida interior del artista, y esta vida interior tendrá como resultado su visión personal del mundo…
Fue la peor década de los EEUU, antes del crash de 2008, el momento en el que la sociedad se polariza y los comunistas pasan a ser perseguidos, días en los que la izquierda lee en los periódicos que Josef Stalin ha firmado un pacto de no agresión con Adolf Hitler. El tema de aquella campaña por la presidencia de los EEUU en 1940 no fue la economía, sino la seguridad nacional: las tropas nazis se movilizaban por toda Europa y obligaba a los norteamericanos a tomar una posición. Él apoyaba la intervención a favor de Gran Bretaña y en contra del nazismo. Willkie, el favorito de Hopper, emergió la figura de la esperanza de la derecha estadounidense, ayudada por el editor Henry Luce, que utilizó sus revistas Time, Life y Fortune para convertirlo en una celebridad nacional.
Enojado con los demócratas
Jo comenta por carta que Edward está mucho más enojado contra los demócratas esta vez, que en 1936. El matrimonio se dirigirá desde Nyak a Nueva York, donde están todavía empadronados, a votar contra Roosevelt. Esa rabia feroz del votante Hopper no parece desvelarse en la inquietante y amenazadora calma del hombre que espera en su gasolinera a los clientes. Quizá una metáfora del estado de su país. Pero su intención nunca fue que sus cuadros se interpretaran con claridad. Estaba más preocupado por el contenido emocional de su arte.
En realidad, su imaginación y sus emociones desvelaron su entorno. Cuando le preguntan por qué prefiere unos tema a otros, él responde que no lo sabe exactamente, pero que son la mejor manera para expresar lo que experimenta en su interior. “El arte importante es la expresión exterior de la vida interior del artista, y esta vida interior tendrá como resultado su visión personal del mundo… la vida interior del ser humano es un reino vasto y diverso”.
Hopper opone, una y otra vez, la huella de la civilización a la naturaleza que apenas se deja conocer. Naturaleza y civilización se excluyen
Tan vasto como aislado. Tan diverso como enigmático. Si su objetivo pictórico fue, siempre, la transcripción más exacta posible de sus impresiones más íntimas de la naturaleza, ¿qué pasa en esa estación de servicio rodeada por un muro infranqueable de naturaleza oscura? Hopper opone, una y otra vez, la huella de la civilización (la casa, la carretera, la señalización) a la naturaleza que apenas se deja conocer. Naturaleza y civilización se excluyen, pero tratan de entenderse. No es una naturaleza salvaje, tampoco acogedora. Son escenas silenciosas, simples, inquietantes y hasta familiares: pura amenaza. Toda obra de Hopper habla de esta zona de frontera, de un hueco iluminado salido de la nada.
Puro teatro
Hopper no lo esconde: la pintura es teatro. Un artificio, una puesta en escena de elementos subjetivos. Y así será mientras pinte interiores o paisajes. Sólo hay un actor protagonista en este teatro de ilusiones: la luz. Lo demás es atrezzo. “Creo que lo humano me es ajeno. Lo que he tratado de pintar no son ni las muecas ni los gestos de la gente, lo que verdaderamente he intentado pintar es la luz del sol sobre la fachada de una casa”, dice él mismo. La gasolinera del desconcierto metafísico es el teatro del absurdo, en el que ha creado un espacio donde el viaje se ha convertido en algo imposible. Todos los caminos que convergen en ese punto de luz, con esos surtidores brillantes y ese Pegaso de Mobiloil, se cierran al instante. Un mundo en suspenso.
Cuanto más aplicas la pintura sobre el lienzo, más pierdes el control de tu concepto original
Hopper pintaba muy poco, apenas dos cuadros al año. “El lienzo de Ed va muy bien. Las bombas son de color rojo fuerte, con luces brillantes que las rodean y la oscuridad más allá de los árboles y una carretera que se pierde en la distancia”, escribe por carta Marion, la hermana del pintor. Cuenta que Hopper se prefiere ponerse de pie para trabajar, que no puede trabajar sentado, porque de esta manera es incapaz de lograr los efectos que él quiere.
Vive el surgimiento de la imagen sobre el lienzo como algo doloroso, como una pérdida o un desgarro: “Cuanto más aplicas la pintura sobre el lienzo, más pierdes el control de tu concepto original. Jamás he logrado pintar mi intención inicial. Creo que impedir esta desviación es el destino de todos los pintores que se interesan poco por la invención de formas arbitrarias”.
Odiar a Kennedy, amar a Nixon
El favorito de Edward Hopper para presidir los EEUU en 1940, Wendell Willkie, que cambió su orientación demócrata en 1939, no fue un republicano tan aguerrido como el propio pintor, que años más tarde se mostraría fascinado por Richard Nixon, a quien votó en 1960. Sin embargo, una vez más, a Hopper se le cruzaría una estrella demócrata en sus preferencias ideológicas: la mayoría eligió a John F. Kennedy y rechazó a Nixon, que insistió hasta conquistar la presidencia ocho años después.
La noche en que Kennedy logró la victoria, Jo dijo que era “la peor noticia para la locura de los EEUU”. El matrimonio veía a los dos candidatos demasiado jóvenes para un momento tan crítico como ese en la historia del mundo. Además, como buenos protestantes, compartían el temor generalizado que con un presidente católico sus políticas podrían estar dictadas desde el Vaticano. Rechazaron la invitación para asistir a la toma de posesión de Kennedy, y a pesar de su desconfianza por el nuevo presidente, ambos, se mostraron muy satisfechos cuando Jacqueline Kennedy pidió acuarelas de Edward al Museo de Bellas Artes de Boston, para exhibirlas en la Casa Blanca.
A pesar de todos los desnudos de su producción, este cuadro ha pasado en su catálogo como la única vez que pretende ser abiertamente erótico
Hopper sale de su gasolinera inhóspita para entrar en una escena antagónica, aunque no menos lúgubre: Girlie Show o Striptease (1941), un caso único en su trayectoria y quizá por eso poco reivindicado. A pesar de todos los desnudos de su producción, este cuadro ha pasado en su catálogo como la única vez que pretende ser abiertamente erótico. El silencio de la naturaleza carcelaria ha sido roto por la orquesta que toca en el foso, mientras el público mira a la actriz sin ojos. Sin embargo, el erotismo de Hopper es como una gasolinera en medio de la nada.
Jo anota en su diario, el 30 de marzo de 1939: “Ed ha hecho tales esbozos en un burlesque y está haciendo malabarismos con la intención de empezar un lienzo nuevo. Pero quiere ver las cosas más claramente, quiere asegurarse antes de que le interesa antes de comenzar”. La mujer del pintor escribe a Marion, en 1941, una vez se ha decidido y está con el cuadro en marcha, que ha posado como una reina del burlesque para su marido: “Y yo posando junto a la estufa, nada más que tacones altos y en una postura de bailarina”.
Hijo de Europa
Hopper tomó nota y apuntes de Degas, el referente más evidente de la escena, durante sus estancias de formación en París, en 1906, 1909 y 1910. Porque el pintor realista más importante del siglo XX y uno de los más notables de los EEUU, es el más europeo de todos ellos. Su formación está anclada en Hals, Rubens, Velázquez, Rembrandt, Goya, Whistler, Mariano Fortuny y Edouard Manet. Paradoja de un estilo que, heredero sobre todo de la pintura europea de finales del siglo XIX, no deja de ser la expresión del arte norteamericano del siglo XX.
Cuando llega a París por primera vez, en octubre de 1906, escribe: “París es una elegante y preciosa ciudad, casi demasiado formal y dulce comparada con el rudo desorden de Nueva York. Todo parece estar pensado para crear un todo lo más armónico posible, algo que ciertamente han conseguido”. Vivía con una viuda y sus dos hijos adolescentes en un apartamento situado en el edificio en la orilla izquierda del Sena.
Lo encontré mucho peor de lo que había pensado. La muerte de los caballos por el toro es horrible, acentuada por el hecho de que no tienen escapatoria
En mayo de 1910 regresa y pasa dos semanas en París, pero el objetivo de su último viaje internacional era otro: España. Hopper vino en tren; 28 horas para llegar a Madrid desde París. Tomó habitación en una pensión del centro, se quejó de que los tranvías eran muy lentos, pues los carros de transporte, tirados por mulas, los retenían. Visitó el Museo del Prado -del que no escribió nada por carta a su madre- y pasó un día en Toledo.
También fue a los toros, a la desaparecida plaza de Goya, en el barrio de Salamanca: “Lo encontré mucho peor de lo que había pensado. La muerte de los caballos por el toro es horrible, acentuada por el hecho de que no tienen escapatoria y los hacen avanzar hacia el toro para que los mate. No es lo que llamaría un deporte emocionante, sino simplemente brutal y horrible, repugnante”. Aunque algo de belleza vio en la corrida: “La entrada del toro en la plaza, sin embargo, es de gran belleza y los primeros ataques que realiza son muy bonitos”. El 10 de junio regresa a París.
La luz de la caricatura
Lo que más le llamó la atención de España es la luz y la claridad de los cielos, que descubren en tren, al atravesar los Pirineos. De hecho, terminaría comparando la luz de su país con la española y distinguiéndolas del resto de luces que había conocido.
Al final de su vida confesó que cree haber sido siempre un impresionista y que la única cosa que quiso pintar es la luz sobre el lateral de una casa
La luz es la unidad de estilo de todos los cuadros de Hopper, la que convierte a los personajes en objetos. La bailarina de striptease, ante a la mirada de los espectadores, no es la protagonista a pesar de su orgullo. Es la luz. La luz de Hopper no disuelve los objetos, los rodea. Todo se resume en una mancha de luz, muestra de su pesimismo innato, con esperanza de salvación. Al final de su vida confesó que cree haber sido siempre un impresionista y que la única cosa que quiso pintar es “la luz sobre el lateral de una casa”. En este caso, la luz sobre el costado de la escena, por donde la mujer entra con una gran zancada, despojándose del único velo que la cubre. La stripper es una caricatura.
El crítico Walter Wells escribe que la pintura fue concebida a partir del desprecio que le produce la cruzada moral iniciada en los años treinta, y desvela la convicción de Hopper de que la cultura estadounidense vale cada vez menos. Y nos obliga a contemplar la decrepitud de unas escenas teatrales que no son más que instantáneas de una comedia humana patética.