Francisco de Quevedo alcanzó la posteridad literaria, pero eso no quiere decir que a lo largo de su vida no buscara también otro tipo de gloria más mundana y terrenal. Cojo y miope, difícilmente podía hacerlo en el campo de batalla, uno de los caminos habituales en la España del siglo XVII para ascender socialmente. Así que no le quedó otro camino que utilizar su portentosa inteligencia para trabajar como un verdadero agente secreto a las órdenes de Pedro Téllez-Girón y Velasco Guzmán y Tovar, más conocido en la historia por su título de duque de Osuna, quien había sido su compañero de estudios.
El duque no ocultaba una gran ambición, y para conseguir sus propósitos no dudó en utilizar los servicios de Quevedo para enviarlo a Madrid y que le consiguiera el favor de la Corte para ser nombrado virrey de Nápoles en 1616. Previamente había ocupado el mismo cargo en Sicilia, donde se había destacado al armar una flota que se dedicó a practicar la piratería contra los turcos. Por entonces, Italia era un complicado tablero de juego en el que chocaban los intereses de todas las potencias de la época. Y en ese tablero destacaba una pieza minúscula en territorio pero que aún conservaba un gran poder marítimo que la hacía muy atractiva como aliada: Venecia.
Felipe III había firmado la paz con la Serenísima tras haberla tenido de enemiga durante largo tiempo. Al duque esa paz no le convenía, y pasó a dirigir su piratería contra los venecianos, a pesar de que Madrid no tenía ningún interés en que la paz se rompiera. Por su parte, Venecia utilizó igualmente a corsarios extranjeros, sobre todo franceses, para hostigar a los españoles. La paz, como puede verse, podía ser también en aquellos tiempos un concepto más teórico que real.
Este estado de cosas estalló por los aires en la mañana del 19 de mayo de 1618: los canales venecianos aparecieron llenos de cadáveres, mientras otros fueron colgados públicamente, algunos de los pies. Sorprendentemente, muchos de ellos eran los mismos corsarios franceses al servicio de la Serenísima. Durante todo el día se desató una violentísima caza de extranjeros, en la que se llegó a masacrar a trescientas personas. Una turba rodeó el palacio del embajador español, el marqués de Bedmar, quien en un arranque de coraje salió de la embajada, pasó entre los que le rodeaban y se presentó ante las autoridades venecianas para exigir una explicación. Mientras tanto, la residencia del ausente embajador francés fue asaltada e investigada.
Quevedo tuvo más suerte y logró escapar vestido de mendigo y ayudándose de su don de lenguas: su dominio del dialecto local le permitió ponerse a salvo, algo que le salvó la vida cuando, un mes después, su retrato y el de su superior, el duque de Osuna, fueron quemados en una plaza pública en ausencia de ambos.
¿Por qué se produjeron esos hechos que tomaron a todos por sorpresa? La explicación de las autoridades venecianas señalaba a un presunto complot español para atentar contra el Dux y dar un golpe de estado. Algunas interpretaciones iban más allá, y apuntaban a que el fin último buscaba que la Serenísima se pusiera al servicio del duque para que éste lograra independizarse de España y se estableciera como rey de Nápoles. Pero lo cierto es que no se presentó ninguna prueba de ello, y los que podían corroborar o no la historia ya nunca podrían hablar.
El hecho sacudió Europa. En Italia recibió el nombre de la Conjura de Bedmar, y se convirtió en una de las historias esenciales de la Leyenda Negra española. Aunque no haya nada concluyente, muchos indicios señalan que, en realidad, se trató de un audaz golpe veneciano para quitarse de encima la amenaza del duque. Sea como fuere, lo cierto es que éste quedó tocado: la situación creada y el temor de hacia dónde podría llevarle su extrema ambición terminaron por acabar con su carrera, y su protegido Quevedo quedaría en una situación delicada que también le llevaría a caer en desgracia.
En cuanto a Venecia, paradójicamente, no le duraron mucho los beneficios de lo sucedido, y comenzó una acelerada decadencia que le hizo desaparecer como potencia local. España aún se quedaría tiempo en Italia, pero nunca se recuperó del daño de imagen que los hechos del 19 de mayo de 1618, injustamente o no, le adjudicaron.