Él hablaba de Magritte y ellos veían modelos con la cabeza tapada. Se enfadaron mucho, se indignaron antes de que la indignación cambiara de bando. No podían consentirlo. Era 2002 y lo talibán quemaba: el debutante David Delfín vistió a sus mujeres para primavera-verano 2003 con capuchas. Cubrió sus piernas, brazos y manos con vendas. De fondo, entre la música podía escucharse un gran orgasmo. La directora de la Pasarela Cibeles, Cuca Solano, trató de impedir el acto, sin éxito.
Como si la censura necesitara justificar sus decisiones, David Delfín se dio a conocer como un “irreverente”, que puso sobre la pasarela “el incidente más grave que ha sucedido en la historia de la Pasarela Cibeles”, se lee en la crónica de aquel día en El País. El público pateó, abucheó y abandonó la sala. El impacto de Cour des miracles no tardó en incendiar los telediarios y periódicos. Las fotos de las modelos expandieron el fogonazo de quien, a partir de entonces, fue llamado una y otra vez a ocupar el trono de la incorrección, en una disciplina con más ruido que nueces.
Ladraron y mordieron
Los responsables de IFEMA ladraron y amenazaron. “Es un desprecio a la mujer en unos tiempos en que luchamos por la igualdad”, dijo Fermín Lucas, repentino adalid de la igualdad y director de IFEMA por los siglos de los siglos. “Es una irreverencia, y es muy grave someter a las modelos a un tercer grado con peligro de su integridad física. Esto nunca volverá a suceder”. En IFEMA, sobre todo, se estila el estilo chusquero: cuando la libertad de expresión chilla, siempre hay una mordaza a punto.
Delfín huyó siempre de la etiqueta de artista, aunque sus referentes y actitud le convirtieron en uno de ellos. Las amenazas por abanderar la libertad son un vínculo más. Aquella dichosa pasarela Cibeles se le hizo tan larga y nadie creyó cuando aseguró haber bebido de los amantes de Magritte, los que se besan encapuchados. Y de las ensoñaciones surrealistas de Luis Buñuel. Pero la opinión publicada acribilló a Delfín. El diseñador había convertido la moda en teatro, en performance y se lo hicieron pagar. La propaganda de la censura es un martirio.
Emocionar mejor que provocar
En 2001, en Barcelona, ya había dejado un recado de sus intenciones en su primera acción. Allí mostró Openin Nite, una línea de ropa militar de segunda mano. Desfilaron sobre camillas, inspirados en Joseph Beuys (de quien llevaba tatuado su cruz roja y “Muéstrame tu herida”, título de una de las obras del artista alemán).
Seis años después llevó a Cibeles a Louise Bourgeois, la menuda artista francesa afincada en Nueva York, en la colección titulada Intimidad. De ella aprendió a agitar era más importante que provocar (un año antes mandó desfilar a sus modelos con ropa de clara inspiración nazi), que emocionar es mejor que sorprender. De Bourgeois miró su tratamiento familiar y se quedó con las telas que tejía la artista, con las cárceles que tramó esta artesana del psicoanálisis. Ambos quisieron crear su propia arquitectura, sus celdas eran, en realidad, nidos, refugios. Espacios repletos de memoria que se confunden con pesadillas. “Me encantan los espacios claustrofóbicos, al menos, conoces tus límites”, dijo la artista.
Aquel joven bravo que embistió la primera fila de la pasarela en la que acababa de aterrizar, terminó dulcificando su valentía para hacer de su marca una industria, que logró de una tipografía sus mayores beneficios. Así como las celdas fueron para Bourgeois los lugares en los que tomar conciencia de uno mismo, el descaro fue para David Delfín el espacio en el que colocarse para dejar de correr y ocupar su lugar en el círculo.