Observan las imposturas de estos y de los de antes, como testigos muertos de los días de gloria y misera. Nacieron de un genio para callar y decorar las conductas envenenadas de los que aprietan los botones, y aceptaron ser en cualquier lugar. Incluso como aderezo milimetrado de los gestos fingidos y del mensaje urdido en capas y capas de pintura diplomática. Cuelgan de los despachos oficiales en los que se cuajó la insurrección catalana y la respuesta española.
Desde su presencia inadvertida, estos cuadros a los que nos referiremos encumbran el mito desesperanzado del político que se presenta ante la sociedad como un individuo circunspecto por su responsabilidad en el bien colectivo. Cariacontecidos -con la cara llena de acontecimientos- se refugian en estos símbolos con la única esperanza de legitimar su mensaje en la contención y la sobriedad. En el símbolo. En la confianza.
Un símbolo dentro de otro
La bandera española, la europea y Carlos III. El plano era tan cerrado como conciso fue el discurso de Felipe VI a la nación. El rey ha hecho presidir su despacho por el monarca favorito de su maestra, Carmen Iglesias, responsable de la Real Academia de la Historia. El cuadro de Anton Raphael Mengs (1728-1779) ofrece la mejor cara de las casi tres décadas del reinado, considerado por sus defensores como la culminación del proyecto monárquico gracias a su ejemplaridad, la ilustración y el reformismo.
Para la Academia, Carlos III “logró siempre compaginar la sencillez de sus gustos personales con el ceremonial de su dignidad real y el cuidado de los asuntos de Estado con la protección de las artes y las letras”. Los detractores lo recordarán como el rey que trató de asfixiar el catalán.
Felipe VI ha decidido identificarse con el retratado, no con el autor. Prefiere las habilidades reformistas de su antepasado a las del pintor. Es un símbolo dentro de otro símbolo. El cuadro es una versión del que cuelga en el Museo del Prado, cuyos conservadores explican cómo el artista favorito de Carlos III, pinta un “rostro severo pero sin altanería, resultado del carácter complaciente que Mengs aporta a la iconografía regia en la mayor parte de los encargos realizados al servicio de la corona”.
El cuadro en el que Mengs fue especialmente generoso con la naturalidad del retratado se convirtió en la imagen oficial del monarca. Juan Carlos I tenía en el mismo lugar un retrato del fundador de la dinastía Borbón-Parma, Felipe de Borbón y Farnesio, pintado por Jean Ranc (1674-1735). De un niño a un rey armado. Los deseos del subconsciente traicionero.
El rey aparece representado con armadura y manto regio, sobre un fondo palaciego de cortinajes. La mano derecha sostiene el bastón de mando, que fue interpretado dos días después de las cargas durante el referéndum del 1-0 como un guiño a las porras policiales. Sobre el pecho muestra las insignias de tres órdenes militares, de las que destaca el Toisón de Oro, heredada por Felipe VI. Y la espada. Los elementos militares se mezclan con la concepción cortesana. Muy oportuno para el mensaje que deseó transmitir.
Fe, abstracción, independencia
El centro de operaciones de la Generalitat -la Sala Tarradellas- está dominado por un gran lienzo de Antoni Tàpies (1923-2012), “máximo exponente del informalismo abstracto y uno de los artistas catalanes más destacados del siglo XX”, tal y como reza en la web oficial de la Generalitat. Casi tres metros de alto por seis de ancho, Les quatre cròniques (Las cuatro crónicas, 1990), encargado por Jordi Pujol al artista para glorificar los mitos catalanes. El pintor trabajó sobre madera con un procedimiento mixto y en cuatro partes.
Cada una de ellas relata una crónica: la primera a la izquierda está dedicara a la crónica del rey Jaume I, conquistador de las Islas Baleares y Valencia. De ahí ese “J1”. Junto a los símbolos recurrentes del artista aparecen citas en frases breves: “Fe sin obra, muerta es”. Extracto de la epístola de Santiago. Luego viene la dedicada a Pedro el Grande, con el texto: “De los grandes hechos y de las conquistas”. Ramon Muntaner, el aventurero y noble, en la tercera. La última pieza está dedicada a la crónica de Pedro III el ceremonioso, con el texto: “Me sacó de la boca del león y de la garra del oso”.
El cuadro es un repaso a los mitos gloriosos de la historia catalana, austero, expresivo, reflexivo, bajo el que se hacen las reuniones del Consejo Ejecutivo de la Generalitat. A Tàpies le encantaba ver cómo se agrietaba la obra una vez realizada y puesta en libertad. Sus materiales se movían, se desplazaban, no son eternos. Una buena metáfora de las reformas a la Constitución del 78 que se piden desde este salón.
Por cierto, durante la presidencia de Josep Tarradellas, en la sala colgaba Los enamorados de jaca (1910), de Hermenegildo Anglada-Camarasa (Barcelona, 1871-Mallorca, 1959), un cuadro costumbrista aragonés con guitarras flamencas. Un cambio muy radical.
Los dramas políticos y sociales no escapaban a la inquietud del artista en el taller. Actuaba sobre sus obras como si de un diario íntimo de sus pensamientos se tratara. En sus orígenes había una actitud política evidente, que más tarde le llevarían a los planteamientos filosóficos. Tàpies siempre reivindicó sus posiciones nacionalistas como mensaje, junto con el impulso espontáneo del azar y la insinuación estética. Lo incorrecto y lo inacabado, la insurrección contra los hechos consumados. La Generalitat tiene en este cuadro un reflejo de su rebeldía.
Caos, azar y consenso en Moncloa
Frente a Antoni Tàpies, Miquel Barceló (Mallorca, 1957), la vanguardia catalana bienvenida en la capital del reino, en el centro del Gobierno, en la sala de Presidencia del Consejo de Ministros de Mariano Rajoy. Ahí está, el mejor símbolo de la política exterior de José Luis Rodríguez Zapatero (por el regalo de la cúpula de la Sala de los Derechos Humanos en Naciones Unidas, que costó 22 millones de euros). De hecho, Barceló es el mejor emblema socialista y el símbolo progresista -y decorativo- que preside la reunión de sabios que luchan contra la desconexión catalana.
Podría ser un rasgón sobre la pared, una grieta por la que se escapan los secretos de los ministros que cada viernes, camino del Consejo donde debaten el futuro del país, susurran frente a él. Ahí permanece Encuadrament amb plat de raïm (Encuadre con plato de uvas, 1992), inmóvil y fiel a las discusiones y chascarrillos de los hombres y mujeres que deciden de urgencia. El cuadro del pintor que en los ochenta cambió el color de este país ante el mundo pertenece al Museo Reina Sofía.
La dictadura había muerto y tocaba modernizar. El joven Barceló fue el elegido para acabar con grisura de un país sin libertades. En un nuevo servicio político del arte, Barceló es la referencia de Rajoy, con esos impactos caprichosos que prosperan sobre la superficie del lienzo gigante, entre la deliberación y el azar. En la cabeza de Barceló, la imagen siempre va por delante del pensamiento, y avanza sin entender.
Reyes, jefes de gobierno, ministros, secretarios generales de los organismos internacionales más importantes y representantes de la Iglesia católica confirman a Barceló como uno de los artistas más perseguidos, recompensados y honrados. Desde el caos y el experimento, Barceló es el artista que garantiza el consenso y la estabilidad.