La calidad no importa, la experiencia sí. En moda, en arte, en la vida. Las marcas -de ropa y de artistas- no quieren ceñirse a los patrones, prefieren inundar todas las esquinas de la intimidad del cliente, desde la colcha y las sábanas a un perfume. Las marcas ya no son tan rígidas como para no serlo todo. A fin de cuentas, los smartphones son más que un teléfono. Cuando Silas Chou compró en 1989 Tommy Hilfiger, en caída libre, lo convirtió en algo más que una marca de ropa. El logo entró en los baños, los dormitorios y en la Bolsa de Nueva York. En 1992 fue la primera compañía de moda en cotizar allí.
Infló e infló el valor de la marca y vendió todas sus acciones en 2006 a la firma británica Apax. Ganó 1.600 millones de dólares. Hoy, Hilfiger sigue siendo una de las diez marcas de moda más importantes de los EEUU, después de que Apax vendiera a Phillips-Van Heusen a los cuatro años. Repitió la operación con Michael Kors, sobresaliente en el diseño, muy deficiente en la gestión del negocio. Cuando la compañía estaba al borde de la bancarrota, Chou y su socio canadiense Lawrence Stroll, adquirieron el 5,7 % de la participación y se convirtieron en los mayores accionistas. El empresario chino tuvo un retorno de más de diez veces sobre la inversión de 100 millones de dólares que hizo a principios de 2003.
Esa es la especialidad del multimillonario textil: reinventa la marca y hace de un producto de clase alta un sueño hecho realidad para la clase media. Reduce los precios de los productos y las expectativas, hace accesible el deseo. Inventa el lujo asequible. Palabras sagradas para Silas Chou, un empresario de 71 años, que reside en Nueva York, situado en el puesto 27 de los más ricos de Hong Kong y en el lugar 638 de la clasificación mundial de multimillonarios. Su fortuna, según Forbes, está tasada en 2.700 millones de dólares. El Amancio Ortega chino está muy lejos en cifras del hombre más rico de Europa y el minorista más rico del mundo: el empresario gallego suma 74.600 millones de dólares. Cuarto puesto en la general de ricachones.
Dos millones del Prado
A diferencia del español, Chou ha iniciado un viaje hacia el mecenazgo del arte chino contemporáneo cuyo último paso dado es el Museo del Prado. Ha pagado la exposición temporal de Cai Guo-Qiang y su proyección en China, El espíritu de la pintura. Tal y como se puede leer en el acuerdo firmado entre el artista y el museo, publicado en el BOE una semana después de la inauguración de la muestra, Silas Chou aporta 500.000 euros a la difusión, promoción (y venta) de la obra Guo-Qiang.
Ese medio millón se reparte entre el Prado y el artista. Chou paga 300.000 euros al museo para la organización y 200.000 euros a Guo-Qiang para gastos de producción. Acciona, que figura como patrocinador principal del evento, aporta al Prado 200.000 euros. Y a pesar de ello “deberá ser reconocido como patrocinador principal en todos los materiales y actos públicos relacionados con la exposición”. El Prado necesitaba agradar a la empresa española para repetir como patrocinador. Hasta el propio artista -muy consciente de lo que se esperaba de él- hizo campaña a favor de Acciona en la rueda de prensa.
El tercer patrocinador de la pólvora pictórica es Shanghai International Culture Association (SICA), que realiza una aportación de 300.000 yuanes a la empresa de Guo-Qiang “para la comunicación y la difusión de la exposición y el documental en el ámbito de los medios de información chinos, principalmente para la rueda de prensa en Shanghái”, a la que no faltará Miguel Falomir, director del Museo del Prado.
Llama la atención la inversión que hace el museo para el evento: gastará casi dos millones de euros en la producción. De ellos, 500.000 salen del patrocinio. Para el vídeo producido por Isabel Coixet han invertido 333.175 euros. El artista ha creado, durante cinco semanas de explosiones en el interior del Salón de Reinos, 52 lienzos. Todas ellas son de su propiedad y están a la venta, no tiene galería, lo hace directamente.
Pero en el convenio se especifica que “durante el desarrollo del proyecto, incluyendo la producción y la exposición, las obras de la exposición no serán vendidas ni será cedido ningún derecho de explotación sobre las mismas”. A pesar de ello, ha habido varios pases para coleccionistas, empresarios e inversores. Este periódico informó que una de las pinturas incluidas retrataba a Elena Cué y a su marido Alberto Cortina, de cacería, a quienes el artista agradece, junto con Silas Chou, “su especial contribución en la exhibición”.
Chou es el responsable de uno de los suministros más importantes para la moda global, con fábricas, plantas y fábricas de diseño en China, Vietnam y el sur de Asia. Ha invertido en marcas como Karl Lagerfeld y Pepe Jeans. Lanzó Iconix China Group, dirigida por su hija Veronica. También distribuye marcas como Badgley, Mischka y Ed Hardy en Hong Kong. Pero ha encontrado en la cultura y en la Marca China su nueva fórmula de expansión.
Propaganda para lavar la censura
Estamos ante la nueva operación propagandística a gran escala con el arte como arma política. La anterior la protagonizó el expresionismo abstracto. Tras la Segunda Guerra Mundial, Nelson Rockefeller -con el MoMA y la CIA como máquinas de propaganda- invirtió para acabar con el comunismo en el mundo. Se fundó la Agencia de Información de los EEUU (USIA) para controlar la imagen cultural del país en el extranjero, “se destacó el carácter del arte norteamericano como producto de la libertad y la democracia frente al comunismo y la influencia de la Unión Soviética”.
Aquel fenómeno emergió como redención de la libertad y el riesgo, emblemas del nuevo mundo libre que iba a devolver a la vida a la Europa arrasada. “Aunque los artistas habrían deseado mantenerse políticamente neutrales, no estaba en su poder evitar tales usos de su arte”, explica el historiador Jeremy Lewison.
La expansión china contemporánea sigue la lección norteamericana y Chou se ha convertido en el embajador cultural del país en el mundo. Su Plan Marshall Cultural se centra en lavar la imagen de un Gobierno que se resiste a fomentar las libertades individuales, como la de la libre expresión. De hecho, el multimillonario textil se ha hecho habitual a la gala benéfica del Metropolitan (MET) después de haber pagado una gran exposición en mayo de 2015 en el museo neoyorquino: China: Through the Looking Glass, cuyo objetivo fue explorar cómo el arte y el cine chinos han influido en el diseño de moda en Occidente durante siglos. La dirección creativa del proyecto la firmó el cineasta Wong Kar-wai.
Ha pasado por el Festival de Cine de Sundance, el Festival de Cine de Tribeca y hace unas semanas fue protagonista en el Instituto de China de Nueva York, en la Blue Cloud Gala, un evento para “líderes culturales y de los negocios” para avanzar en la comprensión y desarrollo comercial entre China y EEUU. Allí dio un premio a Ronald Perelman, uno de los hombres más ricos de EEUU y gran mecenas de la salud y la cultura. En su mesa estaba también sentado el pintor chino.
Abajo la libertad de expresión
Ni Chou es el nuevo Rockefeller, ni Guo-Qiang es Pollock. Wong Kar-wai tampoco. Aunque sí tratan de colocar al pintor de la pólvora como adalid del nuevo arte, que bebe de las tradiciones (la pólvora) sin renunciar a nuevas fórmulas de expresión (lienzo chamuscado). Silas Chou mueve por todo el mundo a Guo-Qiang, con la intención de exhibir sus juegos de artificio, para que representen la imagen de un país tolerante, abierto, libre y lleno de luz y de color. Son figuras artísticas que quedan neutralizadas con la mera presencia de Ai WeiWei.
Y aunque ha logrado colar a Guo-Qiang -increíblemente- en el Prado, además de otros museos europeos y norteamericanos, Chou, el experto en salvar y hacer crecer marcas de moda en ruinas, lo tiene muy crudo para desviar la atención del autoritaristmo de su propio país, tan intolerante con la libertad de los artistas, libreros, abogados, activistas y periodistas. Según Amnistía Internacional, el pasado marzo la policía detuvo a 20 personas por publicar una carta abierta en la que se criticaba al presidente Xi Jinping y se pedía su dimisión, por crear un “culto a su personalidad”. La cultura no blanquea tanto.