Mariano Fortuny no llegó al invierno de 1874. Su vida acabó el 21 de noviembre de 1874, a las seis de la tarde. Tenía 36 años y los síntomas de la muerte repentina sólo se habían manifestado unos días antes. Su último cumpleaños lo había celebrado en París, ciudad a la que había llegado tras una estancia en Londres. De la capital francesa partió a Roma, donde le esperaba su esposa Cecilia de Madrazo y su hijo Mariano, que tenía tres años. La familia Fortuny-Madrazo se desplazó enseguida a Nápoles para pasar el verano. El pintor alquiló una casa en Portici, a los pies del Vesubio. Fue el mejor verano de su vida, pura mantequilla. Allí estuvo hasta los primeros días de su último noviembre, cuando regresó a Roma a dejar que el aburrimiento aplastara su creatividad.
La vida del pintor español fue un viaje continuo. La vida y obra de Mariano Fortuny fue una fuga constante de todo lo que oliese a rutina. No quería sombras, no quería realidad. Quería fantasía y exotismo al alcance de la mano, beber de culturas extrañas más allá de su presente y encontrar el pasado auténtico en las cercanas. Fue un pintor burgués que enamoró a la burguesía, sin retratarla. Ese viaje perpetuo es la clave sostenida que mantiene la excepcional exposición que inaugura el Museo del Prado, la primera retrospectiva dedicada a un pintor valle a la sombra de dos montañas: Goya y Sorolla.
Fue en referente de los jóvenes pintores españoles de su tiempo, para todos los que reconocían en Fortuny un modelo de éxito. Porque el mercado se rindió al pequeño mundo vibrante del pintor catalán, que salió de Reus para no volver jamás al pueblo. La pintura le había desclasado y su pintura desclasaba. De ahí la importancia de esta exposición temporal -la más cara en el traslado de obra-, que pone en evidencia el fervor coleccionista que desató en EEUU, Francia, Italia o Inglaterra.
Una oportunidad
De las 170 pinturas que se muestran, sólo hay 30 del Prado (muchas poco vistas por el público, como la acuarela del Fraile mendigando, que tanto recuerda al Pablo de Valladolid de Velázquez, o el maravilloso Idilio). El resto provienen de 40 instituciones distintas. Javier Barón, comisario de la “ambiciosa” muestra, apunta que de los siete grandes museos del mundo, sólo la National Gallery de Londres no tiene obra de Fortuny. Para la ocasión ha logrado reunir 67 pinturas que nunca antes habían salido de sus museos.
Apunten esta selección de piezas que ahora o nunca: la acuarela Camellos en reposo (de 1865, en el MET Nueva York), Herrador marroquí (de 1863, en colección particular), Fantasía árabe (1867, en The Walters Art Museum de Baltimore), el grabado del Anacoreta (1869, Museo del Prado), una copia del Marte de Velázquez (1867, en el Museo de Historia de Friburgo), Vendedora de verduras en Granada (1872, en la colección Vida Muñoz), la acuarela Fumador de opio (1869, en el Hermitage de San Petersburgo), la acuarela El malandrín (1869, en The Walters Art Museum de Baltimore), Jefe árabe (1870, The Art Institute of Chicago), la espectacular acuarela del Vendedor de tapices (1870, Museo de Montserrat), Tribunal de la Alhambra (1871, en la Fundación Gala-Dalí) y Árabe apoyado en un tapiz (1873, en National Collection of Qatar, en Doha).
Esa diáspora artística es la prueba de la reputación y el reconocimiento de Mariano Fortuny en su tiempo y la ignorancia de su obra en la actualidad. Vivió con todo género de comodidades, disfrutando de una gran posición. “Sus obras le producían más de 200.000 francos cada año. El precio de sus cuadros -según el Boletín de Comercio de 1875- fluctuaba entre 60.000 y 80.000 francos”.
“Raras veces se ha conocido en Francia un entusiasmo igual por un pintor moderno”, se leía en la prensa francesa un año antes de su muerte. Y se confirmó con la gran subasta, medio año después de su muerte, de la propia colección del pintor. Los coleccionistas acudieron en bandada a Roma, primero, y París, después. Incluso Alfonso XII, para probar su buen gusto, adquirió un lienzo y una acuarela del artista muerto.
La operación estrella de su agudo marchante Goupil fue la venta de La Vicaría, por 70.000 francos a Adèle de Cassin, antes incluso de haber sido expuesta. Otro de sus mejores compradores fue el empresario norteamericano William Hood Stewart, que poseía diez cuadros y siete acuarelas del catalán. Le ofreció hasta 75.000 francos por la Playa de Portici. “Decir Fortuny era decir dinero, mucho dinero”, cuenta Carlos Reyero en Fortuny o el arte como distinción de clase (Cátedra). Alimentó el lujo de los otros y buscó el lujo para sí.
España, la pobre
De hecho, el propio pintor se quejaba de que en España no hubiera cuadros suyos (a pesar del gran fondo que se conserva en el Museo Nacional de Arte de Cataluña y de la donación que hizo Ramón de Errazu al Prado, en 1904). “España era pobre para comprarle los colores de su paleta. Los mercaderes de París, los poderosos de Inglaterra y Rusia, acudieron a su estudio y adquirieron cada uno de sus cuadros al precio de una fortuna”, se publicó en su nota necrológica en El Imparcial.
El cuento del éxito empezó en Marruecos, en 1860, donde llega becado por la Diputación de Barcelona para registrar los éxitos de los soldados catalanes en la guerra hispano-marroquí. Allí demuestra ser un pintor precoz con una atención inédita en la espontaneidad del punto de vista, la fugacidad del motivo y el gusto por el detalle anecdótico y colorista.
Es un artista sensible al ojo, que corrige la realidad con un homenaje descarado a la pintura, donde la materia y la pincelada no queda disimulada, ni disminuida. La hace notar, se hace notar. Se recrea en la moda y en los pequeños detalles, mientras hace estallar los colores entre ellos, muy contrastados hasta hacer desaparecer la línea. Es un gran dibujante, pero ay el color y el apunte al aire libre. Qué eficaz, qué velocidad.
La acuarela es su esencia, el óleo su disfraz. El pintor exportaba belleza. El acicate era lo exótico. Y lo encontró en Marruecos, pero también en Granada, donde residió para relamerse en la mirada que más interesaba a sus pagadores.
Fortuny fue un fogonazo deslumbrante cautivado por el pintoresquismo exótico que demandaban los clientes de su marchante. Por ello vivió peleado en su corta vida con el reconocimiento social que necesitaba para pagar su libertad. El dinero no sólo da clase. En el Museo del Prado hay destellos de ese interés inagotable, como demuestra el comisario en el espacio creado para mostrar los grabados; la sala que desvela su interés por los maestros Velázquez, Goya, Ribera y El Greco; y la estancia dedicada a su interés coleccionista. Ha nacido un fenómeno: Fortuny.