La Cruzada de los hipocondríacos morales ha despuntado esta semana en Nueva York. Como conquistados por el espíritu de Pío IV, horrorizado por el sexo de los personajes pintados por Miguel Ángel en el Juicio Final de la Capilla Sixtina, piden que los museos descuelguen toda obra de arte que agreda a su sensibilidad. Los braghettone son inmortales. Cinco siglos después del ataque censor, mantienen su lucha encarnizada contra la libertad de expresión.
Una vecina neoyorquina se atrevió a entrar en el Metropolitan de Nueva York y se encontró con una pintura de Balthus, “sexualmente sugerente”. El tránsito de la publicidad al museo es un paso arriesgado, porque ahí adentro la ilusión de la propaganda está supeditada al genio que trata de escapar de las cadenas del cliente. Primero, fue la Iglesia; luego, el mercado.
Acostumbrados a la vida sin aristas de Instagram, el museo pincha. El arte duele, porque es más duro que el sexo que aparece en la publicidad. Si el arte ha nacido para ofender, ¿por qué nos ofende? "No estoy segura de que el arte haya nacido para ofender", responde la filósofa Marina Garcés. "Más bien creo que la verdad, expuesta contra las hipocresías de cada época y cada sociedad, ofende. Y el arte es una manifestación de esas verdades".
Para la autora de Fuera de clase podemos decirlo todo, verlo todo, saberlo todo... mientras no nos importe mucho que sea verdad. "Entre la pornografía y la postverdad, nadamos en la pretensión de la transparencia. Nos ofende lo que no es transparente. Lo que nos confronta con la opacidad. Con lo opaco de nosotros mismos".
Garcés habla de los lenguajes del "cuidado", que hacen sentir lo agresivo mucho más agresivo. Junto a este fenómeno aparece otro más específico propio del cambio de sensibilidad suscitado gracias al feminismo. "Hace que veamos muchas imágenes y comportamientos bajo una luz nueva, inédita hasta hoy". Ese desplazamiento de la sensibilidad descubre muchas cosas de nosotras mismas y de nosotros mismos. Y de ahí surge el problema que colectivamente debemos abordar: "¿Alimentamos una cultura del escándalo, del miedo y de la desconfianza o partimos de esta nueva sensibilidad para hacer posibles modos más recíprocos y a la vez más libres de tratar unas con otros?", pregunta.
La regresión de la corrección
Nada escaparía a la censura, ni Veronés, ni Tiziano, ni Rubens. “Tendríamos que censurar todo el arte, porque el arte nos afecta”, explica Miguel Ángel Hernández, autor de El instante de peligro y de Intento de escapada (ambos en Anagrama). No se puede dar por sentado que una imagen sea inocua, el arte no se desactiva al entrar en el museo. El escritor y profesor de Historia de Arte en la Universidad de Murcia acuña un nuevo movimiento: “arte vaselina”. Es fácil, es correcto y no hace daño.
Habla de este momento como una regresión moral a nivel planetario. La regresión de lo políticamente correcto. “Es el producto de la sobreprotección, nacida de la desconfianza en la educación y en la posibilidad de que cada sujeto se posicione. Vamos a crear una sociedad absolutamente indefensa”, cuenta a este periódico.
Balthus no es una excepción. Hace siete años el Museo de Arte de Cataluña (MNAC) incorporó a su colección la pintura Carmen Bastián, de Mariano Fortuny, realizada en Granada. Era una obra desconocida, que permaneció en manos privadas hasta su compra por 300.000 euros. Al recibirla, el museo aclaró que la gitana que muestra su sexo al pintor es una pintura “absolutamente atípica” en la producción del artista. “No sólo por tratarse de un retrato, sino también por su indudable contenido erótico”. Fortuny quería saltarse el decoro, ser transgresor. “Quería darme el gusto de pintar para mí mismo”, escribió por carta.
Ella tenía 15 años cuando conoció al pintor. Fortnuy se fijó en Carmen un día en el Barranco de la Zorra, zona de cuevas en el camino hacia el cementerio granadino. La gitana tenía permiso de su familia para frecuentar el estudio del artista, en Granada, para quien hacía de modelo. Se convirtió en su protegida y aparece en los cuadros Granadina apoyada en la puerta de una casa, Gitana bailando en un jardín de Granada y Almuerzo en la Alhambra. Éste último cuelga ahora en el Museo del Prado, con la exposición temporal.
“He intentado destrozar la pintura de la mujer más bella del pasado mitológico como protesta contra los actos de gobierno que están destrozando a la persona más bella de la historia moderna, Mrs. Pankhurst”, explicó en su detención Mary Richardson, tras acuchillar La Venus del espejo, de Velázquez, en 1914, en la National Gallery. “La destrucción de esta imagen sólo pone en evidencia lo que ellos están haciendo, además del embaucamiento moral y la hipocresía política”. En 1952, Richardson confesó que no le gustaba “cómo los hombres la miraban todo el día en la galería”.
Menos escándalos
El arte se vale de quien lo mira. El artista Abel Azcona no se escandaliza con el cuadro de Balthus. “No es lo mismo que denuncie una persona católica a que denuncie una persona que ha sufrido abusos. Pero yo, que he sufrido abusos infantiles, no veo nada escandaloso. Quizá el artista esté denunciando precisamente eso”, asegura y avisa que la interpretación es la última pincelada de la obra.
“El único arte que me interesa es el que me revuelve. De hecho, si la pieza fuera más explícita me habría gustado más”, comenta. Para Azcona el arte ya no es la búsqueda de lo bello por lo bello. El arte desnaturalizado y convertido en IKEA, es decir, ARCO, pierde la subversión. “Todo vale siempre y cuando se respetala integridad de las personas. Balthus estaría encantado con todo este revuelo. Cuando uno entra en un museo uno tiene que escandalizarse, sino para qué sirve el arte”, añade.
El arte no es un relato cerrado, la interpretación lo libera de las intenciones del artista. “El único límite del arte es la ley”, explicaba el otro día a sus alumnos Miguel Ángel Hernández. “Pero, ¿la moral? Nunca, es un código cambiante y variable. No queremos aceptar que el arte nos causa inquietud y que no tiene por qué ser éticamente bueno”.
La regresión por la que atravesamos lleva a la sociedad a callar, a asumir, a vivir en una ilusión absoluta, que es un rodillo de odio. “No confiamos en que la gente educada sepa posicionarse ante las imágenes, que no tiene por qué conducirnos a la pederastia”. El arte es el reflejo más doloroso de la sociedad.
En el Museo de Málaga tiene depositada el Museo del Prado otra de esas obras que atacarían a los adoradores del “arte vaselina”. Enrique Simonet Lombardo pintó en 1890 Una autopsia (Y tenía corazón), en la que el artista valenciano retrata a un forense sorprendido al encontrarse con el órgano en una prostituta que ha muerto prematuramente, claro, por la mala vida. Moralina, todos tenemos buen corazón. Es sencillo ofenderse porque no se ha prohibido la ofensa, lo alarmante es salir de un museo como se entró, inmaculado.