“Eres la única del reparto a la que no he retratado. Sé que estamos muy cansados, pero si no lo hago ahora vete a saber si volveremos a tener ocasión de hacerlo”. Natalia: “Vale. Te advierto que estoy hecha trizas”. Roberto también, pero agarra la cámara, abre el armario de las escobas del camerino y le dice que se meta dentro. “La luz de los fluorescentes del camerino de maquillaje hace el resto”. Roberto le dice a Natalia que no busca una pose, no quiere que le regale a la cámara nada. Quiere “un instante de sinceridad”.
Natalia Verbeke está irreconocible. No es la sonrisa habitual, ni la alegría, ni, desde luego, la pose. “Natalia no responde. Agacha la cabeza, respira. Alza el rostro con los ojos cerrados. Al abrirlos siento que algo, una especie de tristeza infinita le tiñe las facciones del rostro. Aprieto el botón. Me mira fijamente. Sé que no me está mintiendo”.
Roberto Álamo, actor y (tachán) fotógrafo. Hace unas semanas empezó a subir a su perfil de Instagram una experiencia íntima y tensa con la verdad. Desde hace años busca entre sus compañeros de rodaje la esencia de ellos, no la de sus personajes. Quiere saber quiénes son, escudriñar, apartar todas las capas, caminar entre el poso de todos los seres que los han convertido en algo que no son (para el que mira) y hallar lo que no se ve. Lo que son.
Un poco de sinceridad
“Lo de dentro”, dice el actor a este periódico. Quiere lo de dentro, lo que ocultan los actores, su persona. Esa que soporta guiones y seres de mentira, quiere mostrar la identidad que ponen al servicio de sus personajes. Es un homenaje a quienes trabajan con los disfraces, sin las mentiras de Instagram y en Instagram (donde la alegría es negocio). Un ejercicio de resistencia a la trampa de la publicidad propio de un actor que se levanta contra lo asumido, cada vez que se sube al escenario. Recuerden Urtain.
Así encierra a sus compañeros hasta descubrirles con una luz tenue, con la que quiere desvelar las profundidades invisibles de seres sobreexpuestos. Quiénes son (realmente). Álamo en busca del secreto mejor guardado de todos: la intimidad como fuente de identidad de quienes creemos conocerlo todo y sólo vemos un conglomerado de prejuicios. Sus fotos tratan de ser un rayo de sinceridad contra todo eso. Fuera caretas. La inmortalidad es la honestidad y la pose muere al segundo.
“Javi, con su gracia, con su pena, con su talento, con su sonrisa, con sus abrazos (que son tan hermosos como cien millones de corazones valerosos) hace del mundo un lugar mejor en el que estar”, escribe Roberto Álamo sobre Javier Cámara. “Por favor, saca lo que pasa”, le pide Raúl Arévalo al fotógrafo. Él aprieta el botón. “Todos los seres humanos (mujeres y hombres) retratados, resultan hermosos y bellos cuando en el momento de realizar el retrato están “pensando” y no “posando”. Elena no posa, Elena piensa”. Aprieta el botón, es Elena Anaya durante las pruebas de vestuario de la película “La piel que habito”, de Pedro Almodóvar.
Seres anormales
“Me fascina el rostro humano. No me interesan los monumentos, los paisajes, sólo seres humanos. Sólo compañeros con los que vibro. Y desmitificar eso de lo que los actores son gente especial. No tenemos nada de especial. Todo el mundo es especial, desde los fontaneros a los zapateros. Nosotros sólo tenemos un trabajo especial, porque somos vistos por mucha gente. Pero el ser humano está construido para vivir en comunidad, no para que miles de personas te miren. Ser objeto de deseo y admiración es una anormalidad”, cuenta.
Álamo dice que no es tan importante la foto como lo que el que se pone delante, que se puede hacer una gran foto con una caja de zapatos si al otro lado hay sinceridad. Mientras habla sobre sus fotos mira a su lado y encuentra un retrato del poeta Walt Whitman. “Han pasado más de 100 años y me sigue cautivando”. Porque esa es la mirada que hace años desapareció… con la llegada de la fotografía. Volver a esos tiempos, cuando miraban. No cuando posaban. Pero allí ya no se podrá volver, por eso Álamo trata de llegar.
Sus fotos llegan en un momento en el que la verdad y la memoria no justifican la fotografía, cuyo único uso es el de intercambiar mensajes. Enviar, mandar, digerir y regurgitar hasta la viralidad. Hoy, que hay tantos millones de fotos circulando por la red, hoy que no cabe ni una foto más, que no hace falta hacer más, hoy, que estamos saturados de todo menos de honestidad, estos retratos de verdad. Roberto Álamo mira contra la foto que banaliza, sin querer ver que luchar contra los sujetos convertidos en objetos es una nueva manera -maldita paradoja- de objetualizarles.
“Lo normal no es que pasees por la Gran Vía y 600 personas te sonrían, te miren, te paren. Quiero demostrar que todos los retratados son especiales por lo que la gente no ve. Por lo afectivo”. Álamo aprovecha los rodajes, si no es muy intenso. Recuerda que en el de Que dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen, 2016) no se llevó la cámara.
Roberto Álamo es un animal fotográfico improvisado que se autorretrata desde hace una década mientras fotografía la cara oculta de sus compañeros. Hasta Marlon Brando esconde alma.