Sobre su pueblo natal, Richey James Edwards, el desaparecido guitarrista de los Manic Street Preachers, declaró a principios de los años 90: “Blackwood está marcado industrial, económica y políticamente. Todo en Blackwood se mantiene como un recordatorio de quince años de decadencia”. El músico galés se refería a las consecuencias que, en su opinión, había provocado el modelo económico, financiero y laboral de Margaret Thatcher sobre una villa cuya tasa de desempleo no sólo había aumentado, sino que había llegado a duplicarse durante los tres primeros años del thatcherismo.
Scotland Yard llegó a investigar a Morrissey a finales de los años 80 por si el cantante podría suponer una amenaza para la seguridad de Margaret Thatcher debido a la dureza de los versos de Margaret on the Guillotine, último corte de su primer disco en solitario. The Beat cantaban “stand down, Margaret, stand down”. En How Does It Feel, los Crass le preguntaban a su primera ministra: “¿Qué se siente siendo la madre de un millar de muertos?”. Incluso Joe Strummer, líder de The Clash, quiso ilustrar la portada de The Cost of Living con una imagen de Margaret Thatcher con una esvástica.
A finales de los 80 y principios de los 90, la música británica había encontrado en el personaje de Thatcher el villano perfecto, perpetuado a lo largo de la década en la figura de su sucesor, John Major. Incluso Noel Gallagher incluyó una frase de Tony Blair —”There are but a thousand days preparing for a thousand years”— en su canción Magic Pie, del álbum Be Here Now de Oasis. La politización del rock y el pop británicos era evidente. Tan evidente que se convirtió en el escenario perfecto para el contraste. Para lo diferente. Para una propuesta que, sin hacer demasiado ruido, rompiese esa uniformidad.
Así nacieron The Cranberries. Una banda irlandesa formada en 1989 que había comenzado haciendo canciones cómicas —cuando todavía eran The Cranberry Saw Us— y que, tras la incorporación de una nueva vocalista que se encargaría de reconducir el proceso creativo, terminarían fichando en pocos meses por Island Records, grabando un disco, girando por Estados Unidos y regresando a Irlanda siendo la sensación al otro lado del Atlántico, donde venderían más de un millón y medio de copias, y ocupando el número uno de las listas de ventas en el Reino Unido. Aquella vocalista que lo cambió todo se llamaba Dolores O’Riordan.
Y de pronto The Cranberries, a pesar de su procedencia, se convirtieron en el paradigma del nuevo pop británico. En uno de los principales representantes de toda una década. En 1994 las radios de todo el mundo se hacían eco de su gran éxito, Zombie, pero la canción, que trataba sobre el conflicto de Irlanda del Norte y había surgido como protesta por un atentado del IRA en la ciudad de Warrington en 1993, constituía una excepción en su repertorio.
O’Riordan le cantaba al amor. Le cantaba a la infancia. Hablaba de un mundo de esperanza y dulzura en un tono tan sencillo e ingenuo que, por momentos, rozaba incluso lo naíf. Ni rastro de política. Ni rastro de Thatcher o Major. Ni rastro de beligerancia. The Cranberries eran el arquetipo del pop británico nacido al calor de la hegemonía de la MTV. Una explosión simbólica y estética, tanto en la visual como en lo musical, pero carente de rabia o denuncia social. En 1994, The Cranberries eran el nuevo modelo a seguir. Ellos eran la propia década de los 90. Una década que murió de éxito y terminó arrasando con todo. Incluso con ella misma.
Hoy todo aquello resulta lejano. Uno recuerda los grupos y artistas de entonces con cierta deformación. Como vistos desde el otro lado de una pecera. Es un mundo que se detuvo cuando comenzamos a dejarnos el walkman olvidado en un cajón. Cuando dejamos de grabar casetes directamente desde la radio. Cuando la música se convirtió en un click. Sin embargo, muchos de nosotros todavía conservamos sus apellidos, ya sean estos británicos o no. Alice in Chains. Green Day. Oasis. The Offspring. The Smashing Pumpkins. Pearl Jam. Están grabados en la vida de muchos. Hasta ahora, de alguna forma, han impedido que ese mundo se nos escape del todo.
En los últimos años hemos ido viendo cómo se alejaban los años 60, los 70, incluso los 80. Cómo se iba Cohen. Cómo se iba Bowie. Y Tom Petty. Y Lemmy Kilmister. Y Prince. Ayer falleció en Londres Dolores O’Riordan mientras se encontraba en el estudio realizando una sesión de grabación. No hace mucho también nos dejaba Chester Bennington. Y antes que él, Chris Cornell. Tal vez la década de los 90, muy poco a poco y sin que nos hayamos dado cuenta, esté empezando a escurrírsenos entre los dedos también.