Antoni Fillol, “PINTOR INMORAL”. Así, mecanografiado en la cartela, junto al cuadro retirado y herido de muerte. “OFENSOR DE LA DECENCIA Y DEL DECORO”. El pintor habla: “El asunto ni era inmoral ni cosa parecida. Me limitaba a pintar en él una de esas brutalidades que de tiempo en tiempo realiza la bestia que el hombre lleva dentro, para excretarla”. Habla de una violación, un tema absolutamente tabú entonces. Violación de una niña. Pero para el jurado, cegado por la hipocresía, es una ofensa de la moral y el decoro. Y lo expulsan.
Un abuelo campesino arropa a su nieta en la rueda de reconocimiento, en las Torres de los Serranos, en Valencia. Cuatro presos pasan delante de ellos. La pequeña maltratada hace un gesto de cubrirse la cara con las manos, está atemorizada al encontrarse de nuevo con el salvaje. Todo queda en manos del abuelo protector, que interpela al que se supone es el culpable, pero miran dos ante la displicencia de los alguaciles.
La prensa se hizo eco del estremecedor caso y el pintor quedó impresionado. En la Exposición Nacional de 1906 lo presenta, con el título de El sátiro, dos metros de alto por tres de ancho. Ese año fueron retiradas otras tres, entre ellas una de Romero de Torres, Vividoras del amor. La corrección política del país encadenaba censura tras censura. Algunos periódicos como El imparcial cargaron contra aquel jurado melifluo, a quienes se les descalificó como burgueses dedicados al ocio y al entretenimiento. Y enfrentaron El sátiro contra Doña Juana la loca, de Pradilla (hoy en el Museo del Prado), como la quintaesencia de pintoresquismo de “arcaicas vanidades patrióticas”.
Lucha de clases
Antonio Fillol (1879-1930) no fue un cobarde con inquietudes. Hijo de zapatero, se convirtió en pintor social cuando sólo interesaba la porcelana fina. Nunca fue forastero en su barrio, ni extraño a sus problemas. Reaccionó ante la violación -como años más tarde haría Picasso frente a las noticias del bombardeo de Guernica- y dejó testimonio de nuestro pasado, espantado con la indefensión de las mujeres y la voracidad de los hombres.
Nuestro pintor no abandonó al adolescente nihilista sin miedo a morir desnudo, en manos de la hipócrita incomprensión social. Su éxito fue creerse capaz de cambiar el mundo, a pesar de que la censura le hizo desmontar el lienzo del bastidor de madera, enrollarlo y mantenerlo durante más de un siglo alejado de la vista pública. Sólo pudo verse en el Círculo Regional Valenciano de Madrid, antes de que en 2015, volviera a la vida pública, en la Sala Municipal de Exposiciones de Valencia, donde el catedrático de historia del arte Javier Pérez Rojas montó la exposición Naturalismo radical y modernismo, en Fillol. Antes, fue restaurado por el ICV.
Sus herederos donaron el lienzo maldito al Museo de Bellas Artes de Valencia hace tres años, pero allí nunca se ha expuesto. Abandonado en los almacenes, como metáfora del olvido en el que se encuentra el pintor más progresista del siglo XIX, uno de los artistas valencianos más atípicos de su generación sigue esperando una oportunidad. El Museo del Prado tiene seis obras suyas, todas están prestadas en depósito. La rebelde se expone en el Museo de Jaén.
Arma beligerante
El Prado conserva La bestia humana (1897), la más reconocida, y tampoco la expone. Es una denuncia contra la prostitución y la degradación personal: “La pintura deja de ser un campo de representación neutral para convertirse en manos de Fillol en un arma de beligerancia y denuncia de la hipocresía social”, se puede leer en la web del Prado sobre esta soberbia obra.
Cuesta creer que el museo no mantenga ni una obra suya en sala, que ni se haya planteado recuperar su figura -absolutamente desconocida- para una exposición temporal. Si atendemos al arsenal de asuntos que nuestro protagonista desvela en sus cuadros podemos encontrar una explicación: abortos, drogadicción, violaciones, etc. Demasiado explosiva, un quilombo para la corrección del siglo XXI. Quien entre a tratar a Fillol debe estar a su altura, porque el propio pintor aclara que prefiere el asunto a la pintura.
“Esos malabaristas de la pintura moderna cogen el rábano por las hojas”, dejó escrito. “Lo de menos en ella es el ropaje. Lo sublime de Velázquez no es la facilidad de hacer pintura, sino la facilidad prodigiosa de hacer vida, como lo hicieron Sandro Botticelli, Lippi, Vinci, Holbein, Joanes, Greco, Ribalta, Van Dick, Ribera y Goya, y tantos otros. Si la pintura es artificio, no acumulemos engaño sobre engaño. Hagamos vida”, reclama. Es un pintor sin paños calientes, un artista a las bravas. Demasiada realidad para la sensibilidad del Museo del Prado. Él mismo denuncia un éxito lisonjero de las pinturas adquiridas por los museos.
Apasionado insólito
La suyas no lo son. En sus cuadros, de alto octanaje social, “indaga en factores sociológicos y psíquicos con la idea de hacer de la pintura un documento verídico y de análisis de las pasiones humanas”, cuenta el experto en su obra, Javier Pérez Rojas. Es uno de los artistas valencianos más atípicos de su generación, tanto por la forma como por el contenido.
“Fillol había asumido la pintura de temática social como un compromiso ideológico, como un arma de denuncia y defensa frente a todo tipo de opresión; su perspectiva se situaba generalmente al margen de la visión lacrimógena, buscando temas fuertes y provocativos”, escribe Pérez Rojas en el extraordinario catálogo de su exposición. “El sátiro es una de las obras más insólitas de la pintura social española”. “Con está obra Fillol se supera a sí mismo como pintor social atento a denunciar el delito y la injusticia”, cuenta.
El hijo del zapatero se esmeró en rescatar de los periódicos aquellos sucesos, que la Historia iba a hacer desaparecer por no estar protagonizados por un general de altura o un poderoso mandatario. De no haber sido por nuestro pintor, la inocencia habría sido atropellada por quienes tienen los medios para ejercer el relato. Asumió el rol protector de los desfavorecidos y las injusticias, además de unos beneficios exiguos por luchar por los derechos de los demás.
Pobre pero guerrero
Mientras los indiferentes se hacían de oro, Fillol renunció a las comodidades que le habrían reportado un arte acomodado. Tiene 43 años y escribe que sus ilusiones siguen tan vivas como siempre. “Creo en mí y espero de mi voluntad y de mi convencimiento la realización de algo que sea mirado con alguna complacencia y con algún respeto. Veremos...”
Eso a pesar de que la víctima garantiza una buena historia, sobre todo en un lienzo, obligado a simplificar la historia, totalizada y clausurada en una imagen. Fillol construye en un golpe visual, una alberca de emociones sobre las historias de quienes quedan fuera del retrato de la Historia. El pintor pone en marcha una maquinaria mitológica del desfavorecido -con poco reconocimiento-, que fue continuada por el fotoperiodismo y la fotografía documental.
Para Pérez Rojas, El sátiro marca uno de los puntos culminantes de su “naturalismo radical”, de su compromiso social y de su defensa de los más débiles, así como de la denuncia de la corrupción, la explotación, la opresión y las miserias humanas. No extraña que tantos se sintieran aludidos y trataran de destruirlo poniendo como excusa “la decencia y el decoro”. Así dice la sentencia del jurado: “Por no hallarlo conforme al respeto y decencia que se debe al público, sin responder tampoco a los altos fines de nuestro arte”. Para entonces, Sorolla ya había pintado Trata de blancas, mucho más placentero, mucho menos apasionado, audaz y atronador.