Llevan por título Crisálida e Inocencia y es difícil mantener la mirada ante los dos cuadros sin retorcerse del pudor. En el primero, una niña de unos once años, desnuda y con la pierna derecha extendida, nos mira fijamente. Ha girado levemente la cabeza y sonríe. Labios muy encarnados. Está de perfil, recostada sobre un decorado de telones grises y pardos, con un aro y una pelota infantil. Inquietante combinación de fondo tan señorón y juguetes. La niña, Crisálida, no está en su entorno ideal, está en un lugar de señorones, que la observan.
Parece decirnos algo, pero han pasado más de 120 años desde que Pedro Sáenz Sáenz (Málaga, 1863-1927) la retratara y andamos perdidos en la traducción. Rotos de espanto y mal rollo. Es una pintura que forma parte del catálogo Museo del Prado “disperso”, porque desde 1930 cuelga, cedido, en la Capitanía General de Sevilla… Sí, en el Cuartel General de la Fuerza Terrestre del Ejército de Tierra, con el Jefe de la Fuerza Terrestre.
Inocencia es todavía más repulsivo. Casi insoportable. El descaro con el que el pintor ha retratado a la modelo, convierten la pintura en el lugar ideal para dar rienda suelta a las fantasías de la mitología erótica masculina más depravada. La púber está tumbada sobre otro fondo de telas (los padres del pintor eran comerciales textiles) y con las manos tras la cabeza nos mira y sonríe. Está exhibiéndose, y parece ofrecernos algo que no queremos ni pensar. Al menos, en 2018, porque en 1899, el miedo del hombre a la nueva mujer feminista no creó monstruos, sino niñas desnudas a las que abrazar su ego castigado.
Miedo al feminismo
Ante los primeros pasos soberanos de la mujer en el insoportable patriarcado, ellos deciden refugiarse en la morbosa fijación erótica con las menores, a las que desnudan en los lienzos para contemplarlas vírgenes y puras, lejos del ánimo rebelde de esas mujeres que se han puesto a reclamar lo que les pertenecen. Es un final de siglo movido.
En el ensayo Las hijas de Lilith (Cátedra, 1998), Erika Bornay se detiene en el culto a las niñas y púberes, vistas como edad de aprendizaje de la femme fatale. Y descubre que la frontera entre la estricta admiración por una niña, como ser puro, aún no corrompido por la sociedad, y una “turbia y escurridiza atracción sexual”, aparece a finales del siglo XIX como una linde incierta, llena de inconfesados sentimientos de culpa, titubeos e hipocresía.
La explotación de menores y la prostitución infantil se multiplica tanto como la ignorancia. A esta miserable actividad ayuda una leyenda que se extiende por casi toda Europa, que asegura que las enfermedades venéreas, que tanto se han extendido, se curan desflorando y, si era necesario, violando a una joven virgen, puesto que, según esta creencia popular, transmitir el mal a un inocente llevaba a la curación. ¿Y qué hay delante de la chiquilla protagonista de Inocencia? Efectivamente, flores. Rosas blancas deshojadas junto a la niña. El símbolo casi duele más que lo evidente.
De la censura al premio
Lejos de ser imágenes dedicadas a un culto privado e íntimo, lejos de desaparecer en un gabinete secreto de una casa burguesa, Sáenz las presenta a las Exposiciones Nacionales de 1897 y 1899, junto a otras tantas pinturas (con más niñas de esta guisa). Y fueron premiadas, con dos segundas medallas. Y el Estado los compró para el Museo de Arte Moderno recién inaugurado, aunque la costumbre no era comprar todas obras premiadas. Por Crisálida pagaron 3.500 pesetas. Por eso es propiedad del Prado, aunque cuelgue en el cuartel del Ejército en Sevilla.
De hecho, tal y como informan desde el cuartel a este periódico, el cuadro tiene máxima presencia diplomática, dada su ubicación: "Se encuentra en las dependencias de representación institucional del General Jefe de la Fuerza Terrestre, en la sala que hay antes de la entrada a su despacho".
Con Inocencia repite premio. Presenta, entre las nueve pinturas que expone, otra niña desnuda, en un aseo. La crítica ya lo distingue como pintor de púber desnudas. “Son dos preciosidades”, se pudo leer en La Época sobre la participación de Sáenz en la Exposición Nacional. El Estado para por ella 2.500 pesetas. El cuadro español más caro de su época fue Comiendo en la barca (1898), por el que la condesa de Villamejor pagó a Sorolla 30.000 euros.
A los pocos años, en 1904, Pedro Sáenz Sánez recibe la Orden de Alfonso XIII. Dos años después, el pintor valenciano Albert Fillol tiene que tragar ser declarado “pintor inmoral” por exponer un lienzo en el que se denunciaba la violación a una niña de cinco años. El cuadro titulado El sátiro -del que hablamos hace poco en estas páginas- es censurado por el Jurado de la Exposición Nacional. La sentencia contra la pintura es mortal: “Ofende la decencia y el decoro”.
Fillol escribe, años después, que el asunto ni era inmoral ni nada que se le pareciese, que él se limitó a pintar “una de esas brutalidades que de tiempo en tiempo realiza la bestia que el hombre lleva dentro, para excretarla”. Por supuesto, el cuadro quedó en manos de los herederos del pintor, enrollado en alguna dependencia de la familia y no volvió a mostrarse nunca más, hasta un siglo después.
Sáenz era partidario de hacer desaparecer este tipo de pintura molesta, de las que prefieren cambiar el mundo a humedecer los instintos de la burguesía. En una entrevista concedida a Vida Galante, en 1903, el pintor malagueño explica que las mujeres (en pintura) son prioridad: “No comprendo yo cómo se pinta otra cosa que no sean mujeres, copiando todas sus innumerables gracias…” Estaba inmerso en la construcción ideal de ellas, ahí, congeladas en lienzo, hechas a imagen y semejanza de los apetitos testosterónicos o cipotudos.
Para nuestro protagonista, todo lo que manche o incomode, fuera. Mejor, mirar para otro lado en vez de representar el hambre, el frío, un atraco, un asesinato, la prostitución, vamos, “las infamias y los crímenes de la vida”. “La eterna historia que todos conocemos y que a todos nos aflige… ¿por qué conservarla en los cuadros? ¿Es que va a morir o dejar de perseguirnos?”, se pregunta Pedro Sáenz Sáenz, borracho de cinismo. “Destiérrese esa costumbre, todo ese mal gusto y vengan sus compensaciones”. Y le hacen caso y a Fillol lo destierran, lo censuran y borran del mapa su denuncia y sus ganas de volver a gritar.
Niñas prostitutas
Las reacciones ante un cuadro y otro, confirman la miserable sociedad que dibuja Bornay en su ensayo: la admiración por la inocencia y la pureza de la infancia, bajo la sospecha de la "mirada contaminada por la morbosa e inmadura fijación erótica" que existió en los que se procuraban menores para satisfacer sus deseos sexuales, ante la emancipación de la mujer.
La escritora recoge en su investigación una cita de un artículo de Paul Adam (novelista y crítico de arte francés), que asegura -y no se puede ser más desagradable y desafortunado- que sólo la hipocresía popular y el sentimentalismo impiden al público darse cuenta de que “las niñas poseen una inherente tendencia a la prostitución”. La proliferación de la iconografía de la niña púber, aberrante, donde la frontera entre la inocencia y un perverso erotismo se diluyen por completo, y donde, bajo la apariencia de frágiles niñas, el artista se permite “vislumbrar a la pecadora fatal de la que habla Adam”. “La inocente niña-virgen acaba siendo Lolita, es decir, aprendiz de mujer fatal”.
Vírgenes de mancha
Un periodista se acerca al estudio de Sáenz, “este mago de los pinceles”. No repara en colorear su visita con todo el armamento del adulador relamido. “Este artista ilustre que sabe como pocos dar vida a las mujeres, presentándola en sus múltiples aspectos, y en toda la plenitud de la belleza española […] mostrando en sus desnudos toda la ingenuidad y pudibundez de su alma virgen de toda mancha capital”.
Y ante el cuadro La tumba del poeta (1901), el periodista de El Regional se recrea al contemplar “a aquella doncellita de sedosas carnes” -alarma de vómito- “cuyo tono revela toda la pureza de la virginidad, ¿no os parece encontraros delante a un ángel de candor, que ha de ser ejemplo con sus virtudes?”. Confirmado, las tesis de Erika Bornay no son hipótesis.
Todo por la pasta
Pedro Sáenz Sáenz era un pintor academicista orientado al mercado, dedicado a potenciar la quintaesencia andaluza, sus prototipos y tópicos costumbristas, sus Gitanilla, Una malagueña y las mil y una variantes andaluzas que presenta en cascada, en su producción. El gusto burgués le recompensa su esfuerzo por agradarlo. Lo compran, lo premian y condecoran y le ponen una calle.
El especialista Carlos Reyero pide mesura a la hora de valorar -en 2018- pinturas de finales del siglo XIX, porque “los códigos morales y jurídicos del pasado no son los nuestros”. “Desde el psicoanálisis nos hemos acostumbrado a ver lecturas subyacentes en todas las imágenes, pero hay que tener cuidado con el grado de conciencia y, sobre todo, de consecuencias reales de ese deseo. No se puede demonizar el deseo”, explica a este diario, en contra de la visión que ofrece la investigadora catalana Erika Bornay.
Visión misógina
La única investigación que existe sobre la vida y obra del pintor en cuestión es la tesis de Tomás Galicia Gandulla, presentada hace 17 años, donde explica que tanto Crisálida como Inocencia “aluden a conceptos universales abstractos como la inocencia o a estados de múltiples lecturas, como el de la crisálida, todo ello bajo el predominio de la estética romántica”. Gandulla también se decanta por negar la “turbia y escurridiza atracción sexual”, que propone la visión de estas niñas.
En lo que sí incide Gandulla es en la visión misógina de finales del siglo XIX, cuyo puritanismo burgués reprime a la mujer y favorece desprecio contra ellas por temor al nuevo papel en el trabajo y en la vida pública que reclaman. El hombre recibe con alarma y desconfianza ante los movimientos feministas y el historiador explica que Sáenz, en el cuadro En el palco (1890) o en La tentación de san Antonio (1887), “testigo de su sociedad”, “vuelve a hacer responsable a la mujer de las desgracias morales de los hombres”. La mujer, aquí arquetipo de la maldad, es poseedora de una belleza destructiva que daña a la pretendida pureza masculina… la doble moral a pleno rendimiento.
La burguesía no soportaba las denuncias de Fillol, también repudiaba a la mujer nueva que iba surgiendo. Preferían la imagen de una mujer-niña, cuyo cuerpo, seguramente por la ausencia de curvas acentuadas y de vello público, “resultaba menos obsceno, más tranquilizador, que el de la mujer madura”. La niña-virgen se convierte en una de las figuras más deseadas a fines del XIX, pero es Pedro Sáenz quien se entrega del todo, porque a la desnudez de ellas y al morbo de ellos se lo debe todo. “Y con ellas, con las caras bonitas he conseguido mis mayores triunfos”.