Llegas a Coney Island por la misma razón que desde hace siglos los viajes echan a andar. Una postal. Esa noria gira al borde de una lengua de arena enorme, donde se apiñan antes que tocar el agua gélida del Océano Atlántico. No hay apartamentos en la línea de playa, los solares han sido ocupados por las atracciones desde hace un siglo. Justo unos años antes de que Al Capone trabajara de machaca poniendo a raya a los borrachines del local mugriento. Siempre fue la esquina donde los neoyorquinos se relajaban y aunque Coney Island había evolucionado a un lupanar de vino, chicas y juego, también era un centro de recreo familiar. Boom.
Mientras papi hacía de las suyas en Harvard Inn, la familia se subía a la nueva atracción trepidante: la montaña rusa estadounidense, que había inventado el hijo de unos carpinteros en 1884. Lo que había montado Lamarcus Thompson tenía que ver más con un ferrocarril sinuoso, que con una atracción trepidante, pero la clase media le hizo rico. Cuando el tren se quedaba sin fuerza, al llegar al final, el punto más alto desde donde el cacharro cogía impulso, los pasajeros se apeaban y empujaban. Thompson invirtió 1.600 dólares e ingresaba 700 dólares al día, vendiendo viajes a diez centavos.
Y así empieza este viaje -que a su vez comenzó hace más de 130 años- y que termina en el museo Coney Art Walls, unos muros colocados en la calle para que los pinten los más reconocidos grafiteros del mundo. Es una exposición abierta al público durante todo el verano, donde también se hacen fiestas, en medio de toda esa mayonesa vital de perritos calientes, grasa y libertad. Este año, además, el camión del artista JR -director de la película Rostros y lugares con Agnés Varda-, estaba aparcado a las entrada de los muros pintados. El francés realiza una acción para el Museo de Brooklyn, que mantiene una espectacular programación vinculada a la población multicultural del distrito.
Negar el no
En Coney Island todo es posible: es la negación de la negación, la pesadilla de la higiene racial que empequeñece a la América que estira Donald Trump más allá de sus posibilidades. En este Luna Park la América libre se ensancha porque nadie se somete, ni es sometido, es un batiburrillo de rostros, cuerpos, músicas y lenguas, expresiones sin culpa, miradas sin juicio.
La noria de Coney Island mola en la postal, pero la jarana está abajo, a ras de suelo, en lo que aquí llamaríamos paseo marítimo. Sin embargo, por mucha pasarela entablada que ustedes reconozcan en alguna esquina de la costa ibérica, esta cruza y atraviesa la biología racial y social, que cae fulminada por el rayo de la diversidad más grotesca y libre. Es en ese kilómetro de tablones donde -a pesar de los esclavos de la raza- cada cual disfruta de su libertad sin condiciones, ni coartadas, en un puro y descarnado experimento social espontáneo. Para socialismo, Coney Island, un parque vetusto a una hora de metro de Manhattan, que ha cumplido más de un siglo librando del aburrimiento a los neoyorqiunos, que han hecho de las atracciones lo más aburrido. Bienvenidos a la ceremonia de la carne, el ketchup y el aceite. Y un poco de graffiti.
La pesadilla del bárbaro
América se hace grande en lugares como éste, mientras las gaviotas rebañan las patatas fritas de un cartón con el logo de Nathan's, que un grupo con camisetas de Puerto Rico ha dejado en la papelera en la que ya no cabe ni un alma de perrito caliente más. En menos de un mes se va a celebrar el campeonato mundial de traga-perritos, pero tú te comes un fish and chips en la misma mesa que dos delicadas mujeres japonesas, un matrimonio alemán sin tantos miramientos con la comida y una morena a la que el sol le vuelve el cabello pelirrojo. Fuego.
Coney Island es la pesadilla del bárbaro, que huye de las sociedades entretenidas en su diversidad y el respeto del diferente, sin conductas bajo control, sin reproches castradores, sin un atisbo de duda en la autenticidad de la hoguera de los disfraces. Todos van disfrazados de ellos mismos, porque aquí están los restos de la fiesta -los disfraces reales-, retales de la verdad. Miles de trocitos inigualables, formando un mundo tan grande como seamos capaces de permitirlo.
Una identidad privada
En Coney Island ningún mundo está sometido, ningún cuerpo es superior, no hay un color que mande, ni una religión con ventaja. Aquí la vida es una fiesta y nadie la puede joder. Estamos en los márgenes del totalitarismo, el sitio perfecto para expresarse, donde la única propiedad privada es la identidad. Ahora, entre las mesas, aparecen dos mujeres rodeadas por fotógrafos. Lo que faltaba.
Grasa, mayonesa y blanco satén. Es un editorial de moda y, de repente, la realidad trampeada entre las filas de comensales esperando para empujarse uno de los cochinos perritos calientes. Ellas son las modelos y representan el modelo. Ellas son el canon y son lo más extraño que ha pasado esta mañana sobre la pasarela de la humanidad. Puede que tengan 17, pero es imposible intuir la edad exacta de estas niñas, que se usan para que las mujeres carguen con culpas y sinsabores por esos cuerpos enfermados. Escuálidos, tan distintos a todo esto, a todo lo que te rodea. Paran en la pizzería Famiglia y simulan comer dos porciones. Ahora es cuando vomitamos todos. “Lo malo de los miedos es que se parecen a la verdad”, dice la mujer morena de cabello en furecido.
Un balón de fútbol americano acaba de estamparse contra tu cabeza. Al otro lado hay una adolescente afroamericana saltando y gritando, a unos 15 metros, porque ha hecho diana. Tiene una fuerza descomunal y el tiro ha logrado superar su grupo de amigos, encargados de recoger el pepinazo. Eso te pasa por asomarte a la barandilla y no dejar de mirar a las dos familias de judíos que rebozan en la arena. Seis niños vestidos y dos madres. Uno tiene los brazos en cruz y ríe semihundido. La foto es de premio.
Muros libres
Y nadie parece atender a las atracciones, que son feriantes sedentarios, es decir, tristes. Coney Island son las fiestas de tu pueblo con prórroga hasta septiembre, celebrando un orden social justo y sin la posibilidad de la incorrección. Ni siquiera para los graffitis. Lo que pasa en Coney Island, se queda en Coney Island.
El inmigrante Joseph Stella quedó paralizado ante el espectáculo de miles de luces de esa América vibrante, en 1914. El pintor italiano capturó ese espectáculo en un cuadro en el que retrató un “Edén eléctrico”. El libre albedrío de la calle y de sus habitantes recreado en una maraña de latigazos coloridos. Cien años después, Coney Art Walls mantiene esa necesidad de celebrar sin negar la inclusión de la naturaliza multicultural neoyorquina. Son puntos de vista tan diferentes como mensajes contra la hegemonía, el racismo, la represión policial, el capitalismo, las estructuras de poder, el valor de la diferencia... Lo más curioso es que el solar es de Thor Equities, una inmobiliaria dedicada al pelotazo urbanístico a gran escala.
La barcelonesa Miss Van mantiene su mural desde hace dos años y esta temporada también están Crash, Daze, Lee Quinones, Ron English, así como Aiko, Alexis Díaz, Buff Monster, Chris Stain, D * Face, Eine, eL Seed , Ganzeer, Haze, How & Nosm, Icy & Sot, IRAK, Jim Drain, John Ahearn, Kashink, Lady Pink, La policía de Londres, Mark Bode, Mister Cartoon, Nina Chanel Abney, Nychos, Pose, RETNA, Shantell Martin, Sheryo Y The Yok, Tats Cru, Skewville y Tristan Eaton.
En una de las paredes, el artista urbano puertorriqueño Alexis Díaz ha hecho emerger un monstruo marino, pincelada a pincelada, a pluma y tinta, en una técnica obsesiva y detallada para formar un animal fantasmagórico que no asusta. Un ser fuera de lo normal que parece pedir una existencia pacífica, sin agresiones, sin violencia, sin perturbaciones en la calma. Una identidad tan propia e intransferible como las que se pasean por la pasarela, segura de ser quien es. Sin concesiones, sin amenazas.