Los clichés son más que habituales en el mundo del arte. Lugares comunes que han permitido crear resúmenes de tendencias que duraron siglos, u obras que evolucionaron durante vidas enteras. Sin embargo, a medida que escarbamos en el canon artístico establecido encontramos obras obviadas, artistas ignorados o cuadros encumbrados, solo por tener la firma de tal o cual 'genio'. ¿Pero qué hay de verdad y qué de impuesto en la historia del arte tal y como lo conocemos?
El historiador del arte Miguel Ángel Cajigal Vera, más conocido como El Barroquista, su pseudónimo como divulgador tanto en redes sociales como en el programa de televisión El condensador de fluzo. Una tarea que le ha llevado a organizar charlas e iniciativas de todo tipo, planteando una forma distinta de entender la abigarrada historiografía artística. En Otra historia del arte (PlanB) establece un diálogo necesario, derribando mitos y acercando al público a un relato escrito desde márgenes, muchas veces olvidados. Planteando un desafío o la posibilidad que reza su subtítulo: "No pasa nada si no te gustan Las meninas".
Vidas de escándalo
La obsesión con el biografismo es un mal muy extendido entre las Bellas Artes. Los detalles más escabrosos de los artistas clásicos, o hechos puntuales, muchos de ellos exagerados, se convierten en rasgos inseparables de su obra. El Barroquista recoge la figura de Giorgio Vasari, quien a través de Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos creó un relato tan lleno de color, que todavía hoy resulta complicado separar la fábula de los verdaderos datos biográficos.
En palabras del italiano, Giotto se convierte en un niño precoz, mientras que Uccello se torna en un pintor obsesivo, incapaz de dormir por las noches. Para Miguel Ángel Cajigal, la 'leonarditis' se ha apoderado de la historia del arte, un diagnóstico que toma su nombre de la fascinación que ha generado la bibliografía alrededor del polímata, el hombre entregado al todo.
Una tendencia que se volvería aún más omnipresente en el romanticismo, dando lugar a los genios obstinados e incomprendidos. Rasgos que entran en fuerte contraste con otros datos de su vida. Resulta chocante por ejemplo que Beethoven fuese considerado un outsider en su propio tiempo, y que al mismo tiempo su cortejo fúnebre se convirtiese en uno de los más multitudinarios, un efecto que ocurre en todos los ámbitos del arte.
Atendiendo a documentos tan cotidianos como las cartas que ellos mismos firmaban y recibían, la figura majestuosa de Miguel Ángel revela una dimensión muy distinta a la que se ha transmitido del autor del David. Las misivas revelaban un mayor interés por el pago —siempre atrasado— de sus obras que por cuestiones cercanas al alma humana.
Volviendo al hombre renacentista por excelencia, Leonardo da Vinci. En 2017, la venta del Salvator Mundi, una obra, que aunque de dudosa autoría y que se acabó atribuyendo a los ayudantes de su taller, fue vendida por la friolera de 397 millones de euros, aún sin saber con certeza si el pintor había llegado a participar en ella. Lo que se podría considerar el efecto final en el cuadro clínico del biografismo: la ceguera y el fetichismo de la firma.
El fetiche de la firma
En 2008, diferentes investigaciones surgidas desde la directiva del Museo del Prado pusieron en duda la autoría de las obras de Goya, La lechera de Burdeos y El Coloso, un debate que se extendió durante casi trece años hasta ser zanjado. Ambos lienzos habían convivido en la misma sala durante décadas, pero las suspicacias con respecto a que pudiesen haber sido firmadas por Asensio Juliá, colaborador del zaragozano, acabaron por desacreditarlas.
De la noche a la mañana, las pruebas aportadas habían liquidado el interés por sus obras, huérfanas de Francisco de Goya, y por tanto del epíteto de 'obra maestra'. Más de una década después, las distintas investigaciones vuelven a relacionar ambos cuadros con el pintor.
Lo mismo ocurrió con el Apolo Belvedere. Hallado a mediados del siglo XV durante una de las muchas excavaciones que el papa Pio V llevó a cabo en la Ciudad Eterna, posiblemente en la Domus Aurea de Nerón, aunque su origen sigue siendo desconocido. Lo que sí se conoce es el nombre de su dueño durante esta época, el cardenal Giuliano della Rovere, quien la dio a conocer al público.
El alemán, Johann Joachim Winckelmann, considerado el padre de la historia del arte y arquitecto pionero, alabó la estatua como un reflejo de los valores griegos, la armonía y la belleza. Con sus alabanzas no tardaron en llegar las del papa, escritores y poetas, quienes se referían a la belleza clásica que imbuía al dios griego.
Sin embargo, la estatua no era griega si no romana. Una copia tomada de un original en bronce, una práctica muy habitual en la Antigua Roma para conservar las obras helenas. De golpe y porrazo, el aluvión de textos y referencias de Schiller, Durero o Miguel Ángel a la estatua en textos, cuadros y esculturas, se convirtieron en una hipérbole más en la historia del arte.