"Esto es ficción, aunque alude a hechos reales”, se cura en salud el programa de mano de El Rey, el nuevo montaje dramatúrgico de Teatro del Barrio. Escrito y dirigido por Alberto San Juan, pronto se entiende el porqué del matiz -por escrito, que no en escena-: desde un tono de comedia bufa, de irreverencia descarnada, se dicen cosas muy serias. ¿Cuáles son reales? ¿Cuáles afirmaciones tajantes? ¿Cuáles insinuaciones? Lo bueno del teatro es que permite cierto tipo de juegos que evitan quedar atrapado. Acaso legalmente atrapado. San Juan, como sus compañeros en escena, Willy Toledo y Luis Bermejo, no tienen pelos en la lengua. Alguno -Toledo- tiene acreditada de sobra su condición de bocazas. Y los tres se han curtido en montajes de Animalario, entre ellos el destructivo y divertido retrato del aznarismo Alejandro y Ana: lo que España no pudo ver del banquete de la boda de la hija del presidente. San Juan, en concreto, ha derivado en los últimos años al frente de su sala de Lavapiés hacia el teatro de denuncia política: Retrato de un joven capitalista español, Las guerras correctas… Así, cabía esperar en una obra titulada El Rey, una sátira de la trayectoria y la figura de Juan Carlos I, algo más que insinuaciones teatrales. Cabía pedir dardos directos, arpones, dedos acusadores. Bueno: los altibajos de un reinado de cuatro décadas están en escena. Es sin duda una obra incómoda para la monarquía, pero ni es teatro documental puro ni se adentra en pantanos sin tener una cuerda a la que aferrarse.
Cuando la función repasa el 23-F, basta con sumar al texto escuchado el lenguaje corporal, las expresiones faciales, las aseveraciones de un personaje que otro desmiente después… La acusación ha sido lanzada. “¡Todavía estoy esperando a que alguien me explique qué pasó el 23 de febrero de 1981!”, brama el teniente coronel Antonio Tejero en la ficción. Y alguien recuerda la reunión de enero de ese año, ante la cúpula militar, en la que Juan Carlos I dejó solo a Adolfo Suárez en la habitación. Aquella encerrona entre uniformes se saldó con una pistola encima de la mesa -hay quien dice que fue metafórica, no real, pero en la obra, por supuesto, está- y una dimisión. Poco después, ocurrió la intentona golpista que tuvo en vilo al país durante horas.
El monarca defiende su papel en el desbaratamiento de aquel paso atrás para la democracia: “Yo soy el piloto de la Transición”, sostiene con aire tragicómico. Se oyen palabras de Javier Cercas extraídas de un artículo en el que defiende su importancia y llamá idiotas a las teorías que lo inculpan. Pero esas teorías suenan también en escena en boca de otro personaje, que menciona, de pasada, al famoso elefante blanco del golpe. “Lo siento, no volverá a ocurrir”, suelta lastimero Luis Bermejo, que es quien interpreta al monarca, en un guiño a otro episodio con elefante de nuestra historia reciente. Es quizá el momento en que San Juan y compañía apuntan de forma más directa: “Sólo uno de los 30 nombres consultados ha desmentido que el general Armada le consultase al Rey sobre el golpe”, le grita Felipe González a Juan Carlos I.
una biografía aún por redactar y conformar
Por escena, fragmentados, como si asistiéramos a la memoria confusa de alguien que muere y ve pasar su vida ante sí, o ante una biografía aún por redactar y conformar, pasan los grandes episodios de la vida de Juan Carlos de Borbón, desde su infancia hasta su muerte. Sí: su muerte. El montaje le reserva un lugar en el Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial. Pero no adelantemos acontecimientos en esta reseña.
El montaje de San Juan, austero, lo apuesta todo al juego actoral. Una mesita, un sofá central cojo y calzado con libros -metáfora sin duda del trono que se tambalea, al menos para los autores de la obra- y un jergón al fondo desde el que, de vez en cuando, habla algún personaje, son toda la escenografía. La producción juega con la iluminación y algunas voces en off. El resto es un repertorio de comparecencias históricas. Del infante Alfonso, hermano del rey -la obra no escatima la escena en que Juan Carlos le mató accidentalmente de un disparo, o así al menos la muestra, un episodio del que rara vez se habla-, a Rodolfo Martín Villa. De Carrero Blanco -“te van a matar”, le dicen como un mantra el Rey y Kissinger- a Puig Antich. De Suárez a González, de Joaquín Garrigues Walker a Juan Luis Cebrián.
Pero de todos los momentos y personajes, la obra se detiene especialmente en la etapa del tardofranquismo y la Transición. Si esperan un terremoto escénico que incluya las cacerías de Botswana, los tejemanejes de Urdangarín y los amoríos de Corinna, olvídenlo. Ni se los menciona. San Juan prefiere ir a los orígenes. A cómo llegó al trono Juan Carlos I. Buena parte del montaje explota su relación con Franco, desde su primer encuentro en noviembre de 1948 a su muerte, aferrando su mano, y las tensiones con su padre, Don Juan.
Ya en la Transición, el monarca, caracterizado por Bermejo como una especie de débil mental, un muñeco que roza casi lo deficiente, que balbucea y deja hacer el cuerpo como un zombi, asiste a una reunión clave junto a Garrigues Walker y un grupo de poderosos empresarios y políticos. Toledo y San Juan, en registros más realistas, menos satíricos, se van ocupando del resto de personajes históricos vestidos de gris, el gris que se impuso en toda una etapa de España cuya versión oficial no comparten, parecen decirnos.
el Rey impidiendo que se juzgue a Carrillo por Paracuellos
Por eso, se detienen en una reunión importante. Una cena en casa de Garrigues Walker, en 1972. Se decide cómo va a ser la España del futuro y quién mandará en ella. “Tiene que haber partidos”, le dice el patriarca de la familia de juristas. “Pero no muchos, ¿eh? Más de dos puede ser el caos”, responde el Borbón. Y añade: “Yo no reniego del Generalísimo ni tolero que delante de mí se le critique”. Esa etapa de cambios “de arriba hacia abajo” es en la que más indaga el sarcasmo de la obra. Franco llamando Juanito al Rey, ninguneando a su padre, Don Juan forcejeando con su hijo al que acusa de traicionarle cuando, en 1969, el dictador le propone como sucesor. Carrero preguntando “¿eso qué es?” cuando Kissinger le habla de democracia. O el Rey impidiendo, según el montaje, que se juzgue a Carrillo por Paracuellos. “No es interesante”.
De la etapa democrática, la acusación más explícita de la obra es económica: las comisiones millonarias pagadas por Kuwait al monarca en la primera Guerra del Golfo. “No sé, no me acuerdo”, es su respuesta. Le preguntan por las claras: ¿es la clave de bóveda de una operación de saqueo del país? Idéntica respuesta. No sé. No me acuerdo.
Después, poco más. Felipe González que suelta perlas: “Me voy a Latinoamérica. Es una tierra fértil para los negocios”. O la presencia del Rey, insinuada, en las reuniones de las que nacieron los GAL: el monarca se encarga de desmentirlo, aunque después deja caer que suyo fue el logro del indulto a Barrionuevo y Vera. De los últimos diez años, nada salvo algún pie aislado o un guiño descolgado.
La muerte, decíamos: el final, físico, pudridero mediante, de Juan Carlos I. Ciertamente no hay cariño en esta crítica descarnada que es El Rey. Suenan los tres golpes preceptivos sobre el ataúd. Puesto que el Rey no responde, ha muerto. Al menos para el Teatro del Barrio. Pero antes lo han sometido a autopsia y diseccionado en vida. ¿Queda ya cadáver que enterrar?