Se fue José Monleón, uno de los grandes del teatro español. Pocas veces se pueden escribir estas palabras sin ningún atisbo de duda al marcar las teclas. Su labor como crítico, como editor y como gestor cambió, abrió e hizo evolucionar el teatro de este país en una época donde nuestra escena olía a col hervida durante cuarenta años. Una época, los años sesenta, setenta y comienzos de los ochenta, en la que Monleón supo abrirse a Europa y Latinoamérica, encauzar la importancia del teatro independiente español e introdujo, más que recuperó, el repertorio del siglo XX en un país donde no se había representado ni a Bertol Brecht, ni a Samuel Beckett, por ejemplo. Una época en la que además escribió ensayos teatrales certeros y de una capacidad de análisis deslumbrante de figuras como Max Aub o Federico García Lorca entre otros. Dos grandes a los que se había querido, más que olvidar, tapiar su entrada en escena.
El que escribe tuvo la suerte de conocerlo en unas revistas viejas en casa de mis abuelos en las que leía a finales de los ochenta las crónicas y los artículos que Monleón escribió veinte años atrás. Se trataba de Triunfo, revista transversal y esencial del periodismo de la segunda mitad del siglo XX. Allí, entre artículos internacionalistas de Eduardo Haro Tecglen, viñetas de OPS y Chumi Chumez y columnas costumbristas de Sixto Cámara, fui leyendo a un tipo que hablaba con pasión crítica de nuestro teatro, del teatro que pasaba por Aviñón, del Living Theater o del Odin Teatret; y que acompañaba la información de una gran habilidad para leer políticamente lo que aquellos estrenos y festivales que narraba suponían. No se callaba una. Una de las grandes batallas de Monleón fue siempre que no se intentase desvincular la escena de la política, renegó siempre de las lecturas del teatro de aquel autor o aquella compañía que simplemente hablaban de sus cualidades teatrales, dramatúrgicas o actorales.
José Monleón nació en Tavernes de la Valdigna, en Valencia, en 1927. Nos quedan muy pocos. Quedan muy pocos de los buenos hombres y mujeres nacidos en los años veinte, una “generación” que traía consigo el horror y la sapiencia de una guerra vivida demasiado pronto (Monleón siempre decía que seguía escuchando los bombardeos en Valencia dentro de su cabeza), y una ética en el trabajo llena de constancia y dedicación. Quizá es ese recuerdo de un niño de diez años, José Monleón, Pepe Monleón, como siempre se hizo llamar, lo que cinceló ese carácter crítico, lúcido y optimista en el fondo que siempre buscaba ante todo la voluntad de entender al otro, fuese quien fuese.
Capaz de debatir durante horas, Monleón siempre tenía la mirada puesta en el futuro, nunca en la gresca del momento. Lo llamaban “encantador de serpientes” y quizá lo era porque sus ojos denotaban confianza en el ser humano, un cierto optimismo de futuro lejano que aunque tuviera que caminar entre despojos y miserias animaba a seguirlo. No creo que haya conocido a alguien con esa capacidad, con esa fuerza imantadora asentada en un conocimiento vasto y profundo del ser humano, de nuestra historia, nuestro arte y nuestro teatro, que no es otro que el teatro nacido en Grecia, el teatro del Mediterráneo. Fue esa concepción la que le hizo fundar en 1991 la Fundación del Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo, instituto que albergaba teatros de Turquía, Israel, Palestina, Túnez, España, Francia, Italia y Grecia, entre otros, bajo una malla inestable que no era otra que el propio Monleón.
Con el Instituto fundó en la capital un festival en el corredor rojo madrileño, el Festival Madrid Sur. Otro sueño que le traería mil quebraderos de cabeza pero con el que consiguió traer a esos lamentables teatros públicos que sufrimos, una programación de una calidad internacional y nacional más que remarcable y, sobretodo, un proyecto cultural basado en el hombre y en el diálogo. “Los teatros no son edificios”, le oí decir más de una vez, luchando siempre por hacer del teatro una posibilidad para el encuentro. Y ahí, como buen estratega político que era, quería incidir Monleón con Madrid Sur, en una zona limítrofe con la corte cultural pero olvidada de la mano de Dios.
Fue con este mismo Instituto que el propio Monleón me invitó al Teatro Toursky de Marsella regentado por el ácrata y gran payaso francés Richard Martin en el 2001. El encuentro se realizaba en torno al proyecto Odisea, una locura infinita por la cual el Instituto se hizo con un viejo barco de guerra de la marina rumana con el que una “troupe” de artistas recorrió todo el Mediterráneo. Una “embajada de paz, cultura y utopía” que el propio Monleón presentaba con estas palabras: “El Mediterráneo no es un concepto, ni una geografía, ni siquiera una historia. Es una percepción de la existencia, un sentimiento de viaje, en el que lo importante no es llegar, sino vivir en todas sus estaciones, saberse parte de un paisaje compartido, y llegar a descubrirlo a pesar de todas las fabulaciones ideológicas o religiosas que han intentado o intentan evitarlo”.
En el teatro Toursky un artista israelí y una artista palestina llegaron a los gritos, ahí Monleón dijo, con ese cuerpo largo y enjuto que ya tenía que ayudar con bastón, “sentémonos”. Es una imagen que tengo grabada en mi retina, esas más de cinco horas donde todo se paró, el proyecto, los horarios, todo, y que bajo un olivo Monleón no cejaba en el intento de que aquellos dos seres humanos heridos y llenos de odio se entendieran. Hubo lloros, recuerdos de bombardeos, de familiares asesinados y Monleón poco a poco fue haciéndoles ver eso por lo que luchó siempre, que más allá de religiones e ideologías el encuentro con el otro es y debe ser posible. No lo consiguió del todo, por supuesto, pero sí creo que aquel día se avanzó algo, bastante más que en ciento y una reuniones de la ONU.
Monleón poco a poco fue haciéndoles ver eso por lo que luchó siempre, que más allá de religiones e ideologías el encuentro con el otro es y debe ser posible
Otra de las grandes patas donde se asentó el ímprobo trabajo de este valenciano fue Primer Acto. Revista que cuando uno viaja por Latinoamérica se da cuenta verdaderamente de la importancia que tuvo para la comunidad teatral hispanoamericana. Introductor del teatro europeo del siglo XX, desde Piscator a Heiner Muller y Eugenio Barba y su tercer teatro, casa y altavoz del teatro independiente español, y también casa del teatro latinoamericano, de Enrique Buenaventura y La Candelaria en Colombia, de Rodolfo Santana en Venezuela, de Eduardo Pavlovsky o Juan Carlos Gené en Argentina, De Antunes Filho en Brasil, del Teatro de los Andes en Bolivia, etc, etc.
Fue en esa revista donde yo comencé a hacer crónicas teatrales, pudiéndome salirme así de la información más encorsetada del diario. Monleón me abrió paso y me apoyó, nos íbamos viendo y me iba comentando lo que me leía, siempre alentador aunque con cierta lejanía de maestro avezado. Crónicas del Festival de Agüimes en Canarias en los que me dedicaba a hablar de las salvajadas que se hicieron con los inmigrantes a principios de este siglo, crónicas estivales madrileñas en las que juntaba estrenos de Micomicón con estrenos de Angélica Liddell, trabajos más serios sobre el nuevo teatro francés, Monleón siempre te hacía ver que lo había leído e introducía algún que otro comentario para reflexionar.
Recuerdo un artículo sobre el estreno en el Festival Escena Contemporánea del espectáculo Alejandro y Ana: lo que España no pudo ver del banquete de la boda de la hija del presidente, espectáculo de Animalario, que con el tiempo va cogiendo solera en la memoria, en la que se hacía sátira feroz sobre la infausta boda de la hija de Jose María Aznar. Mi artículo describía la clara censura que la Comunidad de Madrid ejerció sobre este espectáculo, cambiando el texto del programa de mano e incluso quitando los horarios para que la gente no acudiese. Era un artículo duro en contra de la política cultural de Alicia Moreno en la Comunidad de Madrid regentada por Alberto Ruiz Gallardón. Monleón me llamó al teléfono, nunca lo hacía, y se pasó más de cuarenta minutos explicándome por qué no iba a publicar ese artículo. Aquella conversación con el tiempo nos separó. No podía ser de otra manera. Pero es el único director de publicación que se ha dignado a discutir y argumentar porqué no iban a publicar algo que uno había escrito y firmado. Qué digo, ni redactores jefes se dignan a eso. Creo que es uno de los gestos profesionales que más me han servido en mi carrera, para todavía aún quererla.
También es reseñable cómo supo ver, sino siempre, ese nuevo otro teatro de finales de los noventa. Creo que lo ejemplifica bien el estreno en el X Festival Internacional de Drama Griego en la Isla de Delfos de la obra de Rodrigo García, Aftersun (2001), obra en torno al mito de Faetón que servía a García para desmantelar una cultura del ascenso a la nada y el consumo de todo con un tratamiento de la escena muy performativo y muy alejado del teatro greco-romano. El estreno acabo con sillas por el aire y un enfado monumental del público y la dirección del festival y sus núcleos de poder. Monleón pasó toda la noche discutiendo y apoyando el teatro de García. Al día siguiente apareció en la sede del festival de los brazos de García y fueron recibidos entre grandes aplausos por la plana del festival y muchos directores de festivales y teatros de toda Europa que allí estaban. Ese era Monleón y quizá ese fue el primer capítulo en el que Europa se le comenzó a abrir a García.
Ya en la siguiente obra de García, Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba, en su estreno en Madrid en la Cuarta Pared, me acuerdo de Monleón en primera fila. En la obra, Juan Loriente iba tirando de un lado a otro de la escena un gran pavo crudo que recogía con una cuerda, cada lanzamiento era el recuerdo de una navidad, cada cual más horrible. Al final hacia explotar el pavo en escena. La obra es quizá una de las obras fundacionales del teatro en español del siglo XXI. Tras el estreno recuerdo una charla con el público moderada con Monleón en la que hizo una lúcida defensa del teatro de García al que le gustaba llamar “teatro de la profanación”. Habló sobre todo y de manera apasionada de la capacidad poética del teatro de García mientras que todos mirábamos a ese señor de pelo blanco y de verbo fácil que tenía todos los bajos del pantalón llenos de sesos y restos del pobre pavo.
Sirva este pequeño texto para recordar una figura inabarcable. Quizás el gran conocedor del teatro lorquiano de este país, del teatro de Alberti, de Rodriguez Menéndez o Martín Recuerda
Sirva este pequeño texto para recordar una figura inabarcable. Quizás el gran conocedor del teatro lorquiano de este país, uno de los grandes conocedores del teatro árabe que teníamos, del teatro de Alberti, de Rodriguez Menéndez o Martín Recuerda, del propio Salvador Tabora o la propia Zaranda. Monleón recorrió y se bebió más de medio mundo. Se fue, como decía, uno de los grandes. Tan solo nos queda el recuerdo para su mujer Oliva, y sus hijas Elena y Ángela, sin quienes Monleón no podría haber seguido escribiendo y confabulando estos últimos años. Ángela dirige ahora Primer Acto en esta ya quinta juventud que todos deseamos a la publicación. Quisiera acabar con una frase que le oí cientos de veces: “¿Es así, no? ¡Coño pues habrá que hacer algo!”.