Tristán e Isolda es una ópera que pone a prueba casi todo. A los dos protagonistas, que tienen que hacer un titánico esfuerzo vocal no para brillar (lo consigan o no) sino sencillamente para sobrevivir. A los directores de escena que quieran representarla, ya que la trama parece a grandes rasgos muy simple y sin posibilidades dramáticas. A la orquesta, que es un personaje en sí mismo y tiene la gran responsabilidad de ponerle entrañas al espectáculo. Pero también al público, que sabe que va al teatro casi para entrar a vivir.
La obra maestra, de Richard Wagner, dura un poco más de cuatro horas y media (con dos descansos). En ellas, los protagonistas cantan sobre el amor cósmico. En otras palabras: un 'planazo' para aquellos que busquen emociones procesadas, instantáneas y que poder explicar en 30 segundos al día siguiente en el trabajo.
El Liceu de Barcelona presentó este martes una nueva producción de la obra, procedente de la Ópera de Lyon, para reivindicar precisamente todo lo que no se puede contar, pesar o medir con parámetros clásicos.
El director de escena, Àlex Ollé, de la Fura dels Baus, introdujo en el escenario una monstruosa semiesfera de 5,2 toneladas creada por Alfons Flores. Por momentos evocaba la luna y sus cráteres, la Estrella de la Muerte de Star Wars, algún planeta desconocido o hasta un vertedero espacial.
La sensación de amplitud creada fue enorme y logró dejar espacio a la noche, entendida en la obra como el refugio íntimo de los amantes. Permitió centrarse en Tristán e Isolda para que cantasen sin ataduras y durante horas a los límites del amor. En realidad, el tiempo era lo de menos. En esta obra, en la caja escénica el tiempo se hace más denso y hasta viscoso para tratar de envolver al espectador.
"Menos es más"
La producción lo consigue en muchos momentos, por una parte porque la escena acompaña. La puesta en escena no interfiere, no molesta. Parece una gran paradoja, pero es un gran acierto. Podría pensarse que en una obra en la que en realidad hay muy poca acción, la escena debería convertirse en un personaje. Que deberían pasar muchas cosas todo el tiempo para que el espectador no se aburra. Es justo lo que Ollé quería evitar. "Menos es más", explicaba al presentar la ópera.
La luna de Ollé es estética y no un elemento dramático. Pretende crear una atmósfera esclava del amor de los lunáticos, a veces totalmente enajenados ("se acerca el rey", le dicen a Tristán; "¿qué rey?", responde él) y a veces fatalmente lúcidos sobre su destino. En Tristán e Isolda no hay término medio. Se viene a disfrutar o a sucumbir.
La obra es, en realidad, un chute de amor romántico que, en línea con la época en la que la compuso Wagner, toma una trama mítica y medieval para sublimar a los personajes hasta trascenderlos. Es un profundo drama psicológico y filosófico. Sólo así se entienden los múltiples coqueteos con la muerte como sello definitivo de un amor eterno. Sólo así se entiende la absoluta evasión de los personajes, fundidos en una reflexión más sobre el amor mismo que sobre el que ellos sienten en primera persona.
Un reparto de gran nivel
La escena, la iluminación o las proyecciones hubieran servido de poco sin el reparto de gran nivel en el que destacó por encima de todos Iréne Theorin. La soprano sueca encarna a una Isolda sobresaliente, sólida y con gran personalidad musical, especialmente en el primer acto, su prueba de fuego. Da la impresión de que Theorin podría acabar una función y repetirla acto seguido sin que se le despeinase un solo pelo. Todo ello pese a que por los requisitos y duración de la partitura las Isoldas solventes se cuentan con los dedos de la mano.
Menos afortunado estuvo el tenor Stefan Vinke, un Tristán muy desdibujado en el segundo acto, con serios problemas para encontrar su lugar y la afinación. Llegó a tiempo para redimirse en el tercero, aunque para algunos espectadores fue demasiado tarde, según se pudo comprobar en gestos de desaprobación en los saludos finales. Vinke acabó resistiendo con estoicismo a las demandas del papel, que no es poco.
Albert Dohmen, que encarnaba al rey Marke, se llevó una de las ovaciones de la noche por su interpretación sólida como una roca pero al mismo tiempo emotiva. Greer Grimsley (Kurwenal, escudero de Tristán, y Sarah Connolly (Brangäne, doncella de Isolda), también estuvieron más que a la altura. Muchos de ellos son habituales del festival de Bayreuth, la cita wagneriana por excelencia. Josep Pons, al mando de la orquesta, hace un esfuerzo importante y destaca en los momentos más impresionistas pese a algún que otro desajuste.
La trama es sencilla: Isolda y Tristán se enamoran por efecto de una pócima mientras se dirigen en un barco a Cornualles, donde él tiene que entregarla al rey Marke. Viven su amor hasta que son sorprendidos por el monarca. Tristán se vuelve a su castillo donde aguarda desconsolado la muerte y a Isolda, que acaba llegando. Pero las cartas están echadas y ambos mueren.
Un siglo y medio después, Tristán e Isolda vive en un amor que sigue despertando las sensaciones más íntimas, esenciales y universales. Aquí o en la luna.
(Tristan und Isolde, de Richard Wagner se representa hasta el 15 de diciembre en el Liceu de Barcelona)