“Lo que no se dice, se pudre”, clamaba Fedra quitándose las espinas de la boca. La reina de la isla llevaba largo tiempo descomponiéndose en silencio: ya era sólo una cáscara, sólo un esqueleto. Ya ni esperaba con angustia el regreso del rey Teseo de sus aventuras y escarceos; ya sólo sufría por sus propios deseos prohibidos. Qué le pasa a la soberana, que ya es sólo una muerta respirante, una hembra con los cabellos rizados tapándole la cara, un animal incapaz de sacar los ojos al mundo.
Lolita Flores trae toda su fuerza depresiva al Teatro de la Latina con Fedra, del 13 al 30 de septiembre, deslizando un texto exquisito -Eurípides versionado por Paco Bezerra- y rabiando de amor hasta la médula. La escenografía, allá entre las piedras llenas de memoria, se limita a una vagina gigante que ejerce de puerta, de cueva o de volcán. El sexo de la mujer es el único centro, el único motor de los acontecimientos.
Lo que le pasaba a Fedra, ya lo sabrán ustedes, es que se había enamorado de su hijastro Hipólito- ahí Críspulo Cabezas-. Se había enamorado de él como una auténtica bestia desde que llegó a la isla, desde que le miró a la cara, desde que pronunció su nombre, y a partir de ese momento avanzaba dando tumbos por puro instinto de supervivencia; quemaba etapas como quien corre entusiasmado hacia el precipicio. Al principio se alejó del joven y lo despreciaba: fue la fase del odio como muro protector. Después, cuando descubrió que eso era infértil y que le seguía deseando, cayó redonda en la enfermedad, en el silencio venenoso que casi la derriba de pena. La tristeza, dice el texto, es un gusano que tarda un tiempo en llegar al corazón de la manzana. Qué le pasa a la reina, se preguntaban la sirvienta -Tina Sainz como Enone- y su hijo biológico -interpretado por Eneko Sagardoy-.
Lo que le pasaba a Fedra, ya lo sabrán ustedes, es que quería liberarse más allá de las normas sociales, quería decidir en su propia vida y cometer los errores necesarios para despeñarse. Lo que le pasaba a Fedra es que quería llevar su deseo hasta las últimas consecuencias -hasta la muerte, si hace falta-, quería recordar que uno ama a quien le da la real gana, que la pasión es un derecho siempre que sea unilateral.
La madre mata a la mujer sensual
Lolita va interpretando con vehemencia los relieves de esta locura, y se vuelve obsesiva, y tierna, y esperanzada, y sensual, y rota, y recompuesta, y vengativa. A ratos uno la mira y ve a su propia madre, a Lola Flores, recitando con furor lorquiano como quien escupe pájaros negros. Se lleva las manos a la frente, suda, llora, grita, se recoge el vestido y muestra los músculos calientes de las piernas. Es una mujer, Fedra, no sólo una madre; y le ofende que Hipólito la llame como tal, porque en la sociedad patriarcal la madre ha matado a la mujer sensual, la ha anulado, la ha desenfocado como ser sintiente. La mujer, cuando es madre, ya sólo es vista como madre: se desoyen sus filias y sus pálpitos. Su vagina es sólo reproductora y no deseante, y Fedra se rebela contra esa mirada que la limita.
“Lo que no se dice, se pudre”, ya es claro; por eso Fedra decide declararse a su amor Hipólito, a ese chaval que sólo vive en el bosque porque el bosque ni ama ni odia, porque el bosque nutre al hombre y no al revés, porque en el bosque uno puede ser puro y libre. Hipólito es un asceta, un misántropo con ramalazos de generosidad que busca formas en las nubes y escucha a las piedras. Él no está interesado en ningún ser humano, así que rechaza a Fedra, y ella, hundida, vendida, frustrada, lo denuncia ante el rey Teseo. Es el final. Los dos caen. El amor era un “conmigo o contra mí”. Sálvese quien pueda.