Puede que sea cierto que "el sueño de la razón produce monstruos", como dejó escrito Goya para la posteridad, pero no tienen que ser esencialmente distintos con el paso del tiempo. Fausto, la ópera de Charles Gounod con la que este miércoles el Teatro Real dio comienzo a su temporada de ópera, plantea los dilemas de la obra maestra de Goethe pero con el refrescante escenario del barrio rojo de Ámsterdam, unos personajes perfilados al máximo y potentes escenas teatrales.
La puesta en escena de Álex Ollé (La Fura dels Baus) presenta a Fausto como un viejo profesor que investiga sobre inteligencia artificial y que sus autores asocian con la marca de Steve Jobs. Se encuentra en un laboratorio lleno de cables al que los trabajadores entran con un traje de astronauta. Pero a Fausto se le va de las manos el experimento y el propio diablo sale de detrás de un cristal para cumplir sus deseos de amor y juventud. No deja de ser una ironía sobre el alcance y autonomía de los robots que el que acabe sentado en la butaca del profesor sea su creación demoníaca, vestida con su propia ropa tras haber sembrado el caos y la destrucción.
Lo mejor de la obra, además de algunas imágenes muy potentes, es el tándem de Fausto, el tenor Piotr Beczala, y Mefistófeles (el diablo), Luca Pisaroni. Son dos caras de una misma moneda y, en muchos sentidos, la misma persona, ya que a menudo es necesario convivir con los diablos que laten dentro de uno mismo.
Los dos cantantes están a la altura en lo musical y en lo teatral. Beczala es uno de los tenores de moda y un acierto para el rol. El bajo-barítono Pisaroni no sólo está vocalmente en su sitio, sino que su capacidad interpretativa le permite ser creíble incluso desde el absurdo o la caricatura. Si crear es mentir y experimentar es verdad, los responsables de la producción han hecho mucho bien para que sea creíble un personaje que se disfraza de heavy retirado, de travesti, de Mario Vaquerizo liderando una discoteca, de obseso de los tatuajes o de trasnochado protagonista de La vida de Brian. Mefistófeles es la punta de lanza de la autocrítica. Tomarse a broma buena parte de la obra no sólo provoca sonrisas en el espectador sino que le permite concentrarse en los asuntos de fondo.
Grandes dilemas, personajes sencillos
El punto de partida de la obra es el de un viejo profesor que se da cuenta de que no ha vivido. Es ahí donde entra Mefistófeles, con quien hace un pacto. El demonio trabajará para él en la tierra a cambio de su alma en el infierno. ¿Qué precio está uno dispuesto a pagar por lo que quiere, que es vivir? ¿Cuáles son sus servidumbres y sus consecuencias? ¿Es posible el arrepentimiento o la redención? ¿Y la negación de uno mismo? Las preguntas siguen tan vigentes como en 1859, cuando la obra se estrenó en París.
Los personajes están afilados al máximo. No hay duda en la presentación de las prostitutas que añaden sexualidad infernal a la escena entre paredes negras y mamparas translúcidas. Tampoco en los estudiantes caracterizados como aficionados al fútbol o los soldados reconvertidos a mercenarios. Todo es grotesco, impactante como muchas de las producciones de Ollé. No hay grises, no hay matices, sino que la tensión teatral sedimenta en los grandes dilemas gracias a la argamasa de la música. Quizás debido a ese listón, Marguerite, la soprano letona Marina Rebeka, se antoja plana, sin aprovechar bien sus momentos estelares en lo musical ni en lo interpretativo. Y eso es letal en una obra que tiende a simplificar la primera capa de lo que presenta al espectador.
La Marguerite de Rebeka apenas tiene personalidad. Es simplemente una víctima desde el mismo momento en el que cae rendida ante el encanto de Fausto, que relaja sus reticencias con joyas, acaba conquistándola a base de insistir y la deja embarazada. Para colmo, sacrifica a su bebé y acaba rezándole a un Jesucristo que en un giro brillante demuestra ser el mismo diablo. Su personaje no está de moda. En él no late crítica alguna. La interpretación remonta al final, pero ya es un poco tarde.
Ritmo vertiginoso
El ritmo de la obra es muchas veces vertiginoso. Parte de la responsabilidad es del director de la orquesta, Dan Ettinger, que sabe hilvanar muy bien la partitura para que no pierda tensión. Ettinger vibra tanto con la música que, en ocasiones, un cierto nerviosismo se apodera de la dirección, en especial cuando suena el monumental coro, más difícil de acompasar pero que hace un enorme trabajo.
Por la actualización del mito de Goethe, sus recursos y su sensualidad, la obra bien hubiera merecido una gran ovación, pero se quedó sin ella cuando dos de los miembros del equipo artístico decidieron arriesgar tanto trabajo al portar lazos amarillos en defensa de los políticos presos por rebelión y malversación y a favor también de los dirigentes independentistas huidos de la Justicia española.
Todo ello ante los Reyes, Felipe VI y Letizia Ortiz, la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, los ministros de Cultura y Agricultura, José Guirao y Luis Planas, la presidenta del Congreso, Ana Pastor, o el líder de Ciudadanos. Como el incidente se produjo muy al final, no estropeó el evento social, la multitud de corrillos donde se hablaba del verano o de lo lejos que parece ya. Algunos de sus protagonistas fueron Ángel Garrido, presidente de la Comunidad de Madrid, el expresidente y exalcalde Alberto Ruiz Gallardón, los embajadores de Francia y Bélgica, el director general del Liceu, Valentí Oviedo, numerosos periodistas, entre los que estaba el director de EL ESPAÑOL, Pedro J. Ramírez, y protagonistas de las revistas de crónica social como Carmen Lomana o Isabel Preysler.
Fausto se representa hasta el 7 de octubre con dos repartos.
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