Fueron dos sopranos ecuménicas, dos mujeres-torrente que llegaron con su voz hasta los centros mismos de la Tierra. Diva Callas y diva Caballé: qué feroces, qué emocionantes, qué hermanas en los escenarios y qué antónimas en las cosas del querer. Ahora que hemos perdido a la estrella española, cuánto se extraña también a la griega.
Habrá que recordarlas así, juntas en la excelencia, nunca demasiado lejanas, a pesar de que el público y la crítica intentaran enemistarlas. El 12 de febrero de 1982, Caballé debía enfrentarse en La Scala a la Ana Bolena de la ópera de Gaetano Donizetti, papel hecho ya a las costuras de la Callas, que había muerto hacía cinco años. Sería la primera noche que la griega no haría de Bolena y el morbo y la presión se antojaban terribles.
El cruel azar hizo que Montserrat cayese enferma de una fuerte gastroenteritis y tuviese que cancelar la actuación, eso sí, cinco minutos antes de su arranque y con 2.300 personas expectantes.
Se la acusó entonces de no poder soportar el fantasma de Maria, de no poder sobreponerse a su recuerdo palpitante. A la semana, ya recuperada, terminó con poderío lo que había ya empezado y a los detractores no les quedó otra más que deshacerse en aplausos. Ellas nunca compitieron porque fueron sucesivas, porque fueron terriblemente humanas y se entendieron en la gloria y en la miseria. En una ocasión, la Callas obsequió a Caballé con unos pendientes como muestra de admiración. “No me los he puesto jamás. Me parecía un sacrilegio. No me parecía de respeto. Los tengo guardados en la vitrina”, contó la soprano catalana.
Infancias pobres y físico cuestionado
Compartían, las dos divinas, infancias paupérrimas y dolorosas. Montserrat mamó la posguerra y el hambre; hasta llegó a dormir en los parques y en el metro cuando su familia fue desahuciada con 13 años. A la Callas no le fue mejor: su oscura madre, Evangelia, la condujo a prostituirse para sobrevivir en su juventud. Ella solía hacerle compañía a los soldados de la II Guerra Mundial para conseguir comida. La vida no se lo puso fácil a ninguna, pero consiguieron reponerse a los tropiezos tempranos, a la austeridad obligada, a las fatigas de un planeta roto. En el Estado de Bienestar no nacen las fieras artísticas: sólo del fango salen las hadas, los seres conectados con el resto de la humanidad, los que guardan en el pecho las angustias del mundo.
También tenían en común un físico muy cuestionado: ambas fueron cruelmente criticadas por ser gruesas, por no ajustarse a los cánones de belleza del momento; pero sólo Callas cedió a las presiones y empezó a obsesionarse con su imagen. Perdió más de 40 kilos en un solo año. A Maria la empujaron a ser cantante, Montserrat estaba esperando la oportunidad de triunfar y lo hizo en una sustitución. “Maria Callas más Renata Tebaldi, igual a Caballé”, ese fue el diagnóstico de The New York Times. Casi nada. Las dos llenaron teatros de todo el mundo, las dos generaron reverencias, lágrimas y palmas rotas de aplaudir.
Dos seres exquisitos. Dos hembras duras -no les quedó más remedio que protegerse afilando el colmillo- que se hicieron sonar por su gran carácter. La Callas huyó por la puerta trasera de La Scala allá en 1958, en plena representación de Norma en Roma, dejando plantado al presidente de Italia, Giovanni Gronchi, y a su esposa. La Caballé tuvo un encontronazo en Viena con un director de orquesta. “Yo cantaba La Traviata y él llevaba tiempos muy rápidos. Le tiré a la cabeza un ramo de flores que llevaba en la mano. En medio de la función. Le dije: ‘Ahora siga usted solo’, y me fui”.
El fracaso amoroso de Callas
En realidad, la gran diferencia, la esencial distancia que hay entre Maria Callas y Montserrat Caballé fue el amor, el maldito amor. Como relata el documental Maria by Callas, del director Tom Volf, la griega padeció una suerte de infelicidad crónica que escondía bajo su mueca artística, perfecta para la tragedia. “Sólo necesito afecto y ternura”, decía, pero nunca lo logró del todo, ni en su infancia ni en sus últimos años, antes de morir entre rumores conspiranoicos que apuntaban la tesis del suicidio. Callas se casó con Meneghini en 1949, pero el gran amor de su vida fue el multimillonario Aristóteles Onassis, por quien abandonó a su esposo y por quien llegó a retirarse de los escenarios un tiempo para entregarse completamente a él.
El chasco fue catastrófico: toda la ternura y toda la pasión invertida en ese hombre nunca le fueron devueltas. Él no sólo no accedió nunca a casarse con ella, sino que un buen día la dejó para contraer matrimonio con la viuda Jackeline Kennedy. La prensa aprovechó para seguir picoteando su alma en descomposición y humillarla una y otra vez. “No debo hacerme ilusiones, la felicidad no es para mí. ¿Es demasiado pedir que me quieran las personas que están a mi lado?”, resoplaba la hembra herida, copando titulares.
A los años, cuando la relación entre el magnate y Jackie se fue a pique, él intentó refugiarse en los brazos de Maria, pero a ella le pudo la dignidad y se negó. Ya qué más daba, ya estaba rota: en el órgano latente del pecho, en la propia garganta. Volvió a los escenarios en 1973 y la gira terminó por ser un fracaso. Nunca tuvo hijos, porque sacrificó el deseo de ser madre por triunfar en la ópera. “Hubiera sido imposible haber tenido una carrera como la que ella tuvo, con su nivel de perfeccionismo, el nivel de trabajo que se pedía a sí misma y a la gente que trabajaba con ella. Ella no hubiera podido tener una familia porque dedicaba toda su energía a la ópera y a ser fiel a los compositores de las obras”, contó el director del documental Maria by Callas a este periódico.
La Caballé: vida de esposo e hijos
“La música llena. Llena una vida y un sentimiento. Pero en la vida hay otras cosas que también llenan. Y esas cosas [María Callas] no las conoció”, admitió Montserrat. Ella, por su parte, quedó prendada del tenor Bernabé Martí: se conocieron en las temporadas de ópera del Teatro Fleta de Zaragoza y allí se enamoraron en 1962. “Lo raro es que él me eligiera a mí, porque era muy guapo y cantaba muy bien. Todo el mundo estaba por él, pero… yo no era un lechazo de belleza, al contrario. Era muy gorda, muy patosa, y no era una persona… en el escenario sí que cantaba bien. Creo que eso le fascinó”, explicaba la soprano en una entrevista. “Me casé con él no porque cantara, sino por como era y como es. Es un ser humano mil por cien. Para él todo es más importante que el canto y que la misma música. Lo importante son los seres. Y me ha enseñado mucho en este campo a mí. Me he dado cuenta de que tiene razón”.
Caballé tuvo lo que le faltó a Callas: un compañero, un cómplice vital, un amor de esos antiguos como el sol, inasequible al desaliento. Uno de esos que no traicionan. Ella nunca renunció a su vida personal, al revés, trató de entretejer el camino emocional y el laboral, formando un equipo digno de mención. Montserrat construyó un clan artístico resistente a fuerza de amor, complicidad y respeto por la música, donde la matriarca enseñaba y aprendía, se dejaba guiar y guiaba, impulsaba al resto con generosidad y era protegida por aquellos que nunca fallaban: su hermano y representante Carlos Caballé, su hija Montserrat Martí y su sobrina tocaya, Montserrat Caballé.
Eso sí: nunca se quitó la Caballé madre un dolor, una mala conciencia: “Creo que no he podido ser una buena madre. He estado tan ocupada con la música que no he prestado la atención necesaria a quien debiera, a lo mejor”. Sus hijos lo niegan: la veneran. Decía Martí que su madre era tan generosa que no sólo le dio amor y felicidad a ellos, sino al planeta entero. Pero la Caballé negaba con la cabeza y nunca se perdonó esa idea: es esa tendencia de las mujeres a llevar sobre sus hombros el peso del mundo.
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