Hay momentos en el Oro del Rin en el que uno no sabe si está en los arrabales de Matrix, la película futurista en la que los humanos son esclavos de su propia destrucción, o en una otrora agradable ciudad de la costas mediterránea española echada a perder por los pelotazos urbanísticos y la contaminación.
La puesta en escena de Robert Carsen para la ópera de Richard Wagner estrenada hace ahora siglo y medio tiene la extraordinaria ventaja de trasladar la acción desde la alegoría a la sórdida realidad. En ella, en el presente, es fácil identificar tanto rasgos de la sociedad contemporánea como algunos de sus terribles riesgos.
La obra original da inicio a la tetralogía wagneriana, es decir, las cuatro obras que forman parte del Anillo del Nibelungo, el ciclo sobre la mitología alemana al que el compositor alemán dedicó buena parte de su vida y al que llegó a consagrar un teatro, en Bayreuth, donde todos los años se celebra un prestigioso festival de ópera. El Oro del Rin es la precuela de todas ellas, y en él laten los peligros de la ambición humana y su relación con la naturaleza. Este jueves, con el estreno de esta producción, un éxito presentado por primera vez en Colonia en el año 2000, el Teatro Real ha vuelto a poner sobre las tablas el mítico ciclo de Wagner, que tendrá su continuidad los siguientes tres años con las obras restantes, todas ellas dirigidas por el principal director invitado del teatro, Pablo Heras-Casado.
La ópera empieza fuerte. Nada más levantarse el telón, el Rin empieza a fluir sobre el escenario y la bruma va saliendo de él hacia el patio de butacas, pasando primero por un foso ampliado para acoger a la orquesta de grandes dimensiones (117 músicos) que requiere la partitura. No hay constancia de que nadie en la sección de violas o vientos de la orquesta se intoxicara. Eso llega luego. Al cómodo transcurrir de las aguas se le acompaña de un continuo ir y venir de personas. Primero caminan tranquilamente, pero luego se van agitando a medida que la música el caudal y la velocidad aumentan y comienzan a tirar plásticos, botellas y todo tipo de herramientas al suelo en una consumación orgásmica de la cultura del usar y tirar.
Drama ecologista
La escena sirve a la perfección para encuadrar la obra en un drama ecologista sobre los peligros exponenciales de la obsolescencia programada y la destrucción de un idílico orden natural. Ese contexto casa sin dificultades con la profunda reflexión wagneriana sobre el ser humano, su ambición, sus servidumbres y su relación con la naturaleza y el destino.
El director de escena trasnforma hábilmente a las hijas del Rin, los seres mitológicos que protegen el tesoro y advierten a los hombres de las consecuencias de su codicia, en pordioseras en un vertedero. Los dioses son meros burgueses que juegan al golf y caminan con elegantes bastones. Viven por encima de sus posibilidades y se hipotecan alegremente para construirse casas que no pueden pagar. No en vano, el castillo que se construyen aparece a medio hacer sobre el escenario, recordando a los esqueletos que proliferan en las costas españolas víctimas de la burbuja inmobiliaria. Es decir, víctimas de España misma y su gestión de la ambición.
Los gigantes son los obreros, primitivos en sus modales y apetencias, que sirven tanto para construir un enorme castillo como para ejercer de matones para reclamar su sueldo por el trabajo hecho. En el subsuelo, el lumpen, explotado por un mafioso como Alberich, que cree en vano que puede ascender de clase gracias al oro robado. Todo ello está regado por la renuncia al amor, una deshumanización a la que los hombres están dispuestos por su ansia de poder, pero que los empequeñece moralmente hasta destruirlos. "¿Si no consiguiera el amor, no podría con astucia, obtener el placer?", se pregunta Alberich en la primera obra como metáfora perfecta también para el tiempo presente. Nada así puede acabar bien, por eso el final es un cierre en falso, un brindis macabro sobre la traición a uno mismo sobre el que vuelven a alertar las hijas del Rin, ya fuera de escena, dando un carácter circular a la obra.
Enérgica dirección musical
Heras-Casado arriesga desde el foso con una dirección enérgica pero a la vez tan natural y fluida como el cauce del Rin que él acaricia sin batuta. Era la primera vez que el director se ponía al frente de una de las obras del Anillo y el público consideró este jueves que cumplió con creces con su cometido, ya que le brindó un gran aplauso que superó al recibido por el director de escena, al que algunos espectadores reprocharon su montaje a flor de piel.
Entre los cantantes destacó sin duda el bajo-barítono coreano Samuel Youn, encarnando a un Alberich extremo en su humanidad y su ambición, cuyo dominio vocal fue puesto a disposición del exceso hasta provocar miedo y casi ternura al mismo tiempo. El tenor Joseph Kaiser (Loge) y Mikeldi Atxalandabaso (Mime) sobresalieron al poner su prestancia vocal al servicio de una buena actuación escénica, mientras que Greer Grimsley (Wotan) se antoja un poco más plano en ambos sentidos.
En conjunto, la producción gozó de un altísimo nivel, tanto por el concepto e imágenes diseñadas por Carsen como por el fuelle que Heras-Casado les dio desde el escenario, con una dirección metódica y rigurosa. Ambos hacen de El Oro del Rin un excelente y accesible espectáculo que permite al público madrileño disfrutar de él en diferentes capas, desde el contexto de la cultura del pelotazo y la ambición por lo fácil, que impacta por su cercanía, a los misterios mismos de la naturaleza y el alma humana
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