"¿Quién puso tanta fuerza en tu corazón?", pregunta la princesa china Turandot a la esclava Liú. "Princesa, ¡el amor!", le responde. La sirviente, enamorada de Calaf, el príncipe extranjero, está a punto de suicidarse para no traicionar al muchacho y, así, permitir que éste pueda estar con su amada Turandot. "¡Y lo pierdo todo! ¡Incluso la esperanza imposible!", se lamenta antes de quitarse la vida mientras es acosada por la princesa china.
La escena de la muerte de Liú fue la última que compuso Puccini antes de morir él mismo, tras una larga carrera al servicio de la música. De hecho, en el estreno póstumo que tuvo lugar dos años después, en 1926 en Milán, el maestro Arturo Toscanini bajó la batuta en ese momento. "¡Aquí terminó el maestro!", dijo mientras bajaba el telón y acababa la obra, que se representaría a partir de esa noche con un final compuesto por Franco Alfano. Al Liceu llegó sólo dos años después, en 1928.
Turandot fue la última obra de Puccini y también la siguiente en la programación del Liceu de 1994, truncada por el incendio que lo devoró casi todo e hizo llorar a Barcelona y a los amantes de la ópera. En su reapertura, en 1999, Turandot fue la elegida. Estaba pendiente tras cinco años de parón. Una producción de Nuria Espert dio vida al título y a la institución que volvía a la vida.
Efectos futuristas y tecnología
Veinte años después, Franc Aleu firma esta nueva producción en solitario del Liceu explosiva en los efectos visuales y sólida en lo musical. En conjunto, gustó al público que acudió a la gran gala de apertura de la temporada que contó con el president de la Generalitat, Quim Torra, la del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet, el ministro de Cultura, José Guirao, o la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, entre otras muchas personalidades.
Aleu, que asume su primera obra como director de escena, llena el escenario de efectos futuristas: el pueblo de Pekín son montones de personas enganchadas a la tecnología. Ven la realidad a través de la frustración de la princesa, que se va cargando a sus pretendientes al hacerles tres preguntas que ninguno sabe responder en una especie de Pasapalabra macabro. Lo hace así para vengarse de la muerte de una mujer, una de sus ancestros, maltratada por un extranjero.
El palacio es una pirámide con dos brazos mecánicos que actúa al mismo tiempo como gran trono del emperador y claustrofóbico aposento de Turandot. El escenario, una especie de estrella de la muerte o de descampado lunar, gira por momentos a toda velocidad entre cientos de bombillas y un gran trasiego. Los ministros Ping, Pang y Pong parecen Power Rangers (azul, verde y rojo, para más señas) adictos a las luces LED y no faltan todo tipo de imágenes proyectadas. El nuevo director artístico del Liceu, Víctor García de Gomar, enmarca a la obra al mismo tiempo en la estética de Blade Runner y el manga. Como dijo en una presentación a la prensa, Aleu se imagina que, si dentro de 100 años alguien piensa en la "cibervirgen" del Pilar, será como su Turandot. De imágenes, la obra no tiene déficit.
Turandot, el videojuego
El objetivo de la puesta en escena es evidente desde el principio: hacer de Turandot un videojuego en el que vas pasando de pantalla en pantalla a un ritmo trepidante y casi sin pestañear. Una inyección de adrenalina o una dosis de una potente droga como para el pueblo de Pekín es la tecnología. O como puede serlo para los nuevos públicos a los que aspiran los teatros de ópera, también el Liceu. La función para menores de 35, dos días antes del estreno, fue todo un éxito.
Sin embargo, el efecto en sí mismo se agota pronto teatralmente. Hay obras en las que apenas se parece moverse nada y pasan muchas cosas y otras en las que se mueve todo sin que pase nada.
En este Turandot, lo que pasa es Puccini. Son la inmortalidad de la música y las contradicciones y traumas de sus personajes, tatuados en la partitura, lo que vence al alba junto al amor, que diría su celebérrima Nessun Dorma. A veces, la escena no lo pone fácil, ya que hay tanto donde mirar que la obra pierde su poesía y su misterio.
Orquesta, coro y cantantes
Desde el foso, Josep Pons dirige con precisión a la orquesta de la que es titular. Su batuta es una tecnología que no falla, con su habitual aproximación sin alardes ni efectismos, pero creíble. No se trata de un título que a priori se encuentre en el repertorio que tiene más a mano y por eso es más meritorio su trabajo. El director musical se esfuerza en acentuar el cromatismo, el contraste, la ansiedad y el pretendido carácter envolvente de la escena. Y funciona. La orquesta, muy compacta, va sobrada de color y acompasa bien tanto los efluvios wagnerianos que tiene la obra como el bel canto de las líneas vocales. El coro parece haber mejorado súbitamente. En Turandot tiene tarea y se muestra con autoridad, presencia y homogeneidad no vistas en otras producciones.
Da la impresión de que con tan solo dos compases la soprano albanesa Ermonela Jaho es capaz de emocionar. Es una artista integral, que sobrecoge con sus agudos pianísimos y resulta creíble en su registro grave. Destaca sobre todos los demás cantantes especialmente cuando sus habilidades musicales se combinan con el monstruo actoral que lleva dentro. Y lo lleva dentro todo el rato para ofrecerlo al espectador a la primera de cambio. Por eso su primera aparición estelar, al principio de la obra, ya fue aclamada por el público. Por eso su muerte, en el tercer acto, es conmovedora. Jaho es, sin duda, una de esas grandes voces que suspenden su magia en ese aire mágico que fluye en la bella caja escénica del Liceu, un teatro que se precia de buscar y atraer a las mejores gargantas internacionales del momento. Misión cumplida.
Jorge de León es un buen Calaf. Su voz es luminosa y su técnica, impecable. Y, sin embargo, le falta la teatralidad de Jaho. Con ese ingrediente extra, podría pasar de lo bueno (porque lo es) a lo sublime. Irene Theorin, que poco a poco se está convirtiendo en una musa del Liceu, cumple con su papel gracias a su voz ancha y segura, incluidos los agudos, que hace de Turandot esa princesa fría que ideó Puccini, víctima del sistema y de sus propios miedos.
¿Icono feminista?
Es difícil ver en Turandot un icono feminista. Especialmente porque destruye a otra mujer, la esclava Liú, que sí ama libremente y en secreto a Calaf. No parece una muestra de gran sororidad. Tampoco se ve en la obra rastro alguno del patriarcado sino más bien a una mujer que se aísla para protegerse y que mata para vengarse, sin que sus pretendientes tengan en realidad culpa alguna de nada. Es más, es el emperador, padre de Turandot, el que sigue resignado y sin estar de acuerdo con el macabro ritual que su hija hace pasar a todos los que osan amarla.
La puesta en escena reserva para el final la sorpresa de que Calaf, hasta ese momento tan solo un hombre enamorado y perseverante, a lo que ama es en realidad a la imagen de Turandot, y no a ella. Ese sí es un buen golpe de efecto. Así, queda prendado de su velo y no de la mujer que está tras él. Sólo al final, en los últimos cinco minutos, Turandot es la víctima que Aleu quiere ver en ella mientras que su enamorado queda como un materialista o, aún peor, un adulador de ídolos falsos.
Que Calaf esté, en realidad, enamorado de la máscara tecnológica de Turandot y no del alma de la princesa es toda una autoironía en esta producción para la que el Liceu ha echado la casa por la ventana. El resultado es más que aceptable y muestra que la casa tiene ganas de apostar a lo grande en el alba de su nueva etapa de gestión. Esto promete.
Turandot, de Puccini, se representa en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona hasta el 25 de octubre con dos repartos y una nueva producción de Franc Aleu.