A veces la realidad y la ficción se funden y dialogan de una forma que podría parecer premeditada. El arte habla de nosotros, de nuestro momento. Nos pone delante un espejo en el que no siempre salimos bien parados. Incluso, en ocasiones, deformados. Son esas obras, esas películas, las que al final nos conmueven, porque desde la ficción hacen tambalear nuestra realidad. No siempre es buscado premeditadamente, pero cuando dentro de una creación hay alma, y una decisión política (porque cualquier decisión lo es), el arte es más poderoso que las noticias, o que un discurso de un ministro.
Taxi Girl -hasta el 5 de marzo en la Sala de la Princesa del Teatro María Guerrero-, la obra escrita por María Velasco y dirigida por Javier Giner -que ya se encargara de llevar a escena una lectura dramatizada de otra obra de la dramaturga-, no sabía que su estreno iba a coincidir en un momento como el actual, en el que la extrema derecha pone en cuestión temas como los derechos LGTBI, la Ley de Violencia de Género o el feminismo. Su preparación lleva muchos meses, y sin embargo su estreno ha sido ahora, justo cuando se vuelve a debatir sobre temas que parecían del pasado.
Precisamente por eso Taxi Girl es un puñetazo en la cara del espectador, porque es escuchando a Anaïs Nin, a June Mansfield y a Henry Miller cuando uno se da cuenta del riesgo de haber vuelto al pasado, a aquellos años 30 en los que la libertad sexual era un ‘anhelo’, un sueño que para conseguirlo había que tener demasiados ovarios y una independencia económica al alcance de muy pocas personas.
No hace falta que se fuerce el texto para que Taxi Girl hable del ahora. Lo hace sólo. La fuerza de sus palabras, de las discusiones entre este triángulo volcánico, están ahí. La historia real de la relación entre los escritores Henry Miller y Anaïs Nin, con la musa del primero -y posterior amante de Nin- June Mansfield, es la metáfora perfecta para hablar de muchas cosas. ¿Puede existir el poliamor en una sociedad patriarcal?, ¿son las musas la confirmación de que la mujer está ‘concebida’ por los artistas como un ser inferior?, ¿qué le ocurre a un hombre cuando su pareja se enamora de otra mujer?, en definitiva ¿existe la libertad o es sólo el sueño de una sociedad machista y capitalista?
El texto de Velasco ahonda en asuntos como la masculinidad tóxica, el clasismo, la idealización, las relaciones que ahogan, y todo mientras vemos a tres animales heridos clavarse sus garras y lamerse sus heridas. Ellos son tres personajes históricos que cobran vida gracias a tres grandes actores. Carlos Troya, Henry Miller, desprende una masculinidad apabullante, pura testosterona que salpica y contamina todo lo que toca, incluida esa alfombra de piel roja que cubre todo el escenario de la sala y que lo mismo sirve para un club de alterne que para una casa de lujo.
A Eva Llorach ya la habíamos disfrutado en Quién te cantará, y aquí dota de fragilidad y alma a un personaje complejo, y luego está Celia Freijeiro, magnética e hipnótica como Anaïs Nin, el personaje clave de este triángulo. Es ella la que se reserva un monólogo final emotivo y brillante que une el pasado con el presente y que se clava en el espectador. Taxi Girl es un canto a la libertad sexual en época del pin parental, y un grito para que las mujeres sigan volando libres.
La puesta en escena de Javier Giner acierta en la construcción de ese espacio entre lo lujoso y lo kitsch, lleno de espejos, luces y moquetas, y especialmente en el riesgo que toma en las escenas de sexo, tan complicadas en el teatro. El sexo es fundamental en Taxi Girl, y tiene que ser un sexo casi animal, sin resultar desagradable, algo que se consigue gracias a la entrega (total) del trío protagonista que se desnuda por dentro y por fuera en una obra físicamente exigente y que 90 años después del encuentro de sus protagonistas sigue siendo tan actual como necesaria.