En mayo de 1931, la noticia de que el Gobierno de la recién proclamada República nombraba a una mujer directora general de Prisiones, algo inédito en el mundo, corrió como la pólvora entre las élites internacionales, y el nombre de Victoria Kent se convirtió en uno de los símbolos de la nueva España que estaba naciendo. Uno de los lugares donde más resonancia tuvo fue entre la intelectualidad estadounidense, que en gran número se agrupaba en torno a Josephine Crane, una de las siete fundadoras del MoMA, y su hija Louise.
Como relata Carmen de la Guardia en Victoria Kent y Louise Crane en Nueva York (Sílex), había algo inevitable en que, cuando los caminos de Louise y Victoria se cruzaran, acabaran estableciendo una relación íntima que se prolongó durante casi cuarenta años y tuvo una influencia decisiva en el exilio español.
Para cuando Victoria Kent llegó definitivamente a Nueva York en los años cincuenta, tras permanecer escondida en París para no ser capturada por la Gestapo que la buscaba por orden del Gobierno franquista, y tras pasar por México, Louise ya desarrollaba una intensa labor cultural y política: manager musical de artistas como Billie Holiday, era amiga y mecenas de poetas como Elizabeth Bishop (de quien fue además pareja sentimental) o Marianne Moore. También se hallaba volcada en un profundo compromiso político que llevó a las Crane, poseedoras de una gran fortuna, a colaborar con la CIA en promover acciones culturales con artistas e intelectuales iberoamericanos para contrarrestar la fascinación que el comunismo despertaba entre muchos de ellos. Además, favorecieron, desde sus puestos clave en instituciones como el MoMA, la promoción del expresionismo abstracto norteamericano como forma de ganar la Guerra Fría cultural.
Victoria Kent pudo conocer a Louise Crane a principios de la década de los cincuenta, cuando comenzó a trabajar como asesora en las Naciones Unidas y donde, al poco tiempo, fue nombrada representante del Gobierno de la República en Nueva York, puestos que acabó abandonando para disponer de mayor independencia política. Daba clases de español a la norteamericana, y ésta la ayudaba con el inglés. Rápidamente se convirtieron en inseparables y la confluencia de sus intereses hizo que Victoria se volcase inmediatamente en la causa del partido republicano al que tanto apoyaban las Crane, que colaboraron intensamente en la elección de Eisenhower como presidente en 1952.
Con los medios y la proyección de Louise en todos los ámbitos de poder norteamericanos, así como la ascendencia, aunque no exenta de cierta polémica, que la Kent tenía entre los expatriados españoles, fue inevitable que acabaran embarcándose en uno de los mayores proyectos intelectuales del exilio. La edición de la revista Ibérica por la Libertad, entre 1954 y 1974, pretendió dar voz al exilio moderado y mantener viva la exigencia del fin de la dictadura en España en un momento en el que la Administración estadounidense establecía lazos con el régimen franquista en su estrategia de contención del influjo soviético en Europa.
Durante todos esos años, además, se estableció una red intensa de colaboración entre mujeres cosmopolitas que, en muchos casos, fue más allá de lo meramente afectivo para ayudar en los problemas del día a día. La correspondencia entre Victoria y Louise con nombres como Victoria y Angélica Ocampo, Gabriela Mistral, Carmen Conde, Rosa Chacel, Julia de Meabe, Marianne Moore, Elizabeth Bishop, Mary McCarthy, Sylvia Marlowe, Mary Maigs, Margaret Miller, Nancy Macdonald, Sofía Novoa, Concha de Albornoz, Pilar de Madariaga y tantas otras, refleja un denso mapa de influencia intelectual que rebasó fronteras y que, en demasiadas ocasiones, ha sido obviado en la historia oficial del exilio. Si en general sigue siendo una asignatura pendiente recuperar la obra de cuarenta años de los que se tuvieron que ir, eso es aún más evidente en el caso del exilio femenino.
Con la llegada de la democracia, Victoria Kent visitó España junto a Louise Crane. Pero su decepción ante la Transición, que había optado por restaurar la monarquía a la que atribuía gran parte de los males de España, y su percepción de que nadie contaba con ella para la labor pendiente, hizo que convirtiera su residencia provisional en Manhattan en definitiva. En 1972, a la muerte de la madre de Louise, se trasladó a vivir con ella a su lujosa casa en la Quinta Avenida, que había acogido a gran parte de la intelectualidad neoyorquina y del exilio español en su paso por Nueva York. Allí compartieron sus últimos años, hasta la muerte de Victoria en 1988 y de Louise en 1997, cerrando más de tres décadas de una intensa relación afectiva e intelectual que tuvo en la casa de los Crane en Redding (Connecticut), una preciosa construcción del siglo XVIII donde Victoria disponía de estudio propio, uno de sus escenarios principales.