Estamos ya inmersos en plenos Juegos Olímpicos de Río. Y, como es habitual cada cuatro años, los medios de comunicación han vuelto a visitar los hitos y lugares comunes de la historia de la competición deportiva por antonomasia. Y entre ellos, pocos tan conocidos como la apabullante victoria del atleta afroamericano Jesse Owens, ganador de cuatro medallas de oro en los Juegos de Berlín de 1936, hace exactamente ochenta años. Unas victorias que, según la versión tantas veces repetida y que últimamente se ha visto matizada, despertaron la ira, o por lo menos la incomodidad, de Adolf Hitler, para quien la cita debía servir para demostrar la suprema superioridad de la raza aria.
Owens se convirtió en una estrella mundial durante unas semanas, pero lo que no es tan conocido es que el regreso a su país no fue, ni mucho menos, el de una estrella. Si hoy en día cualquier atleta vencedor en los Juegos tendría asegurado unos suculentos contratos publicitarios incluso antes de que se apagara el fuego olímpico, Owens volvió a Estados Unidos casi literalmente con una mano delante y otra detrás. Después de romper con la gira organizada por el Comité Olímpico Norteamericano por diversos países de Europa para financiar el deporte amateur (algo por lo que los atletas participantes no recibían ni un solo centavo), Owens decidió regresar antes de tiempo, y llegó a Nueva York haciendo manifestaciones públicas sobre el maltrato que, a su juicio, había recibido por parte del comité.
Probablemente sobreestimó el poder de su popularidad: cuando desembarcó, se encontró con que, en realidad, nada había cambiado para un afroamericano nacido, como él, en el profundo Sur, en Alabama. Aunque disfrutaron del correspondiente desfile triunfal por la Quinta Avenida, tanto a él como a su mujer les costó muchísimo encontrar un buen hotel neoyorquino que les dejara reservar una habitación, e incluso tuvieron que acudir a su propio homenaje, celebrado en el exclusivo y lujoso Waldorf Astoria, por la puerta de servicio: el establecimiento tenía por norma impedir que ningún afroamericano pasase por la entrada principal, ni siquiera uno que llevara cuatro medallas de oro olímpicas en la maleta. Como remate, puede que Hitler nunca le felicitara, pero tampoco Franklin Delano Roosevelt le invitó jamás a la Casa Blanca, por más que hubiera conseguido un logro sin precedentes.
Cuando volvió a Estados Unidos nada habí cambiado, tuvo que acceder a su propio homenaje, en el Waldorf Astoria, por la puerta de servicio
Además, el enfrentamiento con el presidente del Comité Olímpico Norteamericano, Avery Brundage, llevó a que se le prohibiera a Owens participar en ninguna prueba oficial. Ése fue un duro golpe, porque prácticamente se trataba de la única fuente de ingresos con la que podía rentabilizar su éxito olímpico. Desesperado, probó con varios negocios, incluida una lavandería, que compatibilizaba con un trabajo en una gasolinera. Pero finalmente no tuvo más remedio que aceptar personarse en pruebas que tenían más de barraca de feria que otra cosa.
Así, en la Navidad del mismo 1936, participó en una grotesca competición en La Habana en la que competía contra un caballo. Las reglas establecían que Owens tomaría la salida con varios metros de ventaja, y de hecho finalmente ganó, pero a nadie le pasó desapercibido lo humillante que era aquello para alguien que, tan sólo cuatro meses atrás, había escuchado el himno de su país subido a lo alto de un cajón, con la corona de laurel ceñida en su cabeza. Y mucho menos, para él mismo: "¿Qué podía hacer?" —dijo— "tenía cuatro medallas de oro, pero no podía comérmelas".
Comenzaron entonces los años más difíciles, en los que repitió varias veces el número del caballo, ampliándolo también a locomotoras e incluso al campeón de boxeo Joe Louis. Pero su situación económica empeoró aún más, hasta que se declaró en quiebra y fue juzgado por evasión de impuestos. Su estrella, sin embargo, comenzó a cambiar cuando el Gobierno norteamericano le nombró en los años sesenta embajador de buena voluntad de Estados Unidos y, en plena Guerra Fría, fue enviado por todo el mundo a cantar las alabanzas del modo de vida estadounidense. Que manifestara su rechazo a la protesta del Black Power en los Juegos de México de 1968 terminó de reconciliarle con el poder.
Su vida cambió cuando el Gobierno le nombró en los años sesenta embajador de buena voluntad de Estados Unidos y, en plena Guerra Fría, fue enviado por todo el mundo a cantar las alabanzas del modo de vida estadounidense
Los últimos años de Owens fueron mucho más plácidos y en cierta forma recibió el reconocimiento que antes le habían negado: firmó jugosos contratos publicitarios (entre ellos, uno con American Express) y montó una lucrativa empresa de relaciones públicas para la que daba charlas de motivación. Poco antes de morir con 66 años, el 31 de marzo de 1980, se opuso al boicot norteamericano a los Juegos de Moscú. Fue despedido por su país como la leyenda que había sido, el mismo país que durante treinta años le negó los honores merecidos a una de las mayores figuras del deporte olímpico de todos los tiempos.