Hace 75 veranos, el 22 de junio de 1941, las tropas alemanas, con la ayuda de otros estados aliados, comenzó la mayor operación militar de la historia, la Operación Barbarroja, un descomunal despliegue que supuso la invasión de la Unión Soviética y que marcaría la Segunda Guerra Mundial. El ataque cogió por sorpresa al Ejército Rojo, que apenas reaccionó en un primer momento, lo que permitió que en pocas horas las fuerzas del Reich penetraran en territorio enemigo como un cuchillo al rojo vivo en un bloque de mantequilla.
Y sin embargo, según afirma Christer Bergström en el recientemente publicado Operación Barbarroja (Pasado & Presente), aquello fue todo menos una sorpresa. Según relata, no había gran potencia que no estuviera al tanto de los preparativos de Alemania para la operación que había sido decidida un año antes (ingentes preparativos que, por otro lado, resultaban absolutamente imposibles de ocultar). E incluso los gobiernos norteamericano y británico hicieron llegar a las delegaciones rusas en sus territorios las preocupantes noticias que sus servicios de información iban recogiendo. Unos avisos que, uno tras otro, fueron despachados airadamente por la jefatura soviética por considerarlos "provocaciones".
La propia red de espionaje rus, con un enorme grado de penetración en el mismísimo Gobierno alemán, se cansó de enviar avisos a Moscú. Las respuestas del propio Stalin eran contundentemente despreciativas y desconfiadas. Cuando su mayor espía, el legendario Richard Sorge (al que Stalin definió como "ese mierdecilla que se está regalando con las fabricuchas y los burdeles de Japón") informó el 13 de junio de que la ofensiva comenzaría nueve días después (como efectivamente ocurrió), la reacción del líder soviético fue de ira: "¿Queréis que movilice las tropas? ¿Que las alerte y las traslade a las fronteras occidentales? ¡Eso sería declarar la guerra! ¿Lo entendéis, o no?".
El general Dmitri Pávlov despidió a un mensajero que osó irrumpir en su palco para informarle de la impresionante acumulación de tropas en la frontera, al grito de: "¡Menuda tontería!
Los trabajos de los historiadores han demostrado que el miedo de Stalin a hacer la menor acción que los alemanes, con los que había firmado un tratado de no agresión, pudieran considerar como un acto de guerra llegó a límites esperpénticos. Mientras sus tropas llevaban semanas informando a sus superiores de que numerosos aviones espía alemanes cruzaban la frontera impunemente, una y otra vez se repetía el mismo mantra llamando a la inacción.
Y si alguno, como el coronel general Mijaíl Kirponós, al frente del distrito militar de Kiev, tomaba por su cuenta y riesgo alguna medida defensiva, era rápidamente reconvenido y llamado a que revocara las órdenes. El general Dmitri Pávlov, al frente del distrito militar occidental, despidió en los días previos a la invasión a un mensajero que osó irrumpir en su palco para informarle de la impresionante acumulación de tropas en la frontera, al grito de: "¡Menuda tontería! ¡No puede ser verdad!".
Así, no es extraño que, cuando finalmente en la noche del 22 de junio miles de aviones alemanes cruzaron la frontera para preparar el terreno para la invasión terrestre, se encontraran sorprendidos con que prácticamente toda la flota aérea soviética reposaba bien alineada en los aeródromos, sin que la más mínima medida para camuflarla hubiera sido tomada. Los pilotos informaron de que, en las primeras horas, destruir los aparatos e incendiar decenas de aeródromos se pareció más a un ejercicio de tiro que a una verdadera acción bélica, hasta tal punto la reacción primera fue inexistente. A las comunicaciones desesperadas que llegaban desde el terreno, bajo una lluvia de bombas ("nos están disparando, ¿qué tenemos que hacer"), la respuesta oficial seguía siendo: "¡Ni se os ocurra provocar! ¡No hagáis fuego!".
El Ejército Rojo después de que prácticamente todos los veteranos cayeran en las purgas, aún se permitió demorarse, perdiendo un tiempo esencial mientras sus compañeros de la zona atacada caían a centenares
Tuvieron que pasar cuatro agónicas horas hasta que finalmente Stalin se sacudiera sus últimas dudas y ordenara a sus tropas prepararse para el contraataque. Para entonces, gran parte del territorio soviético fronterizo estaba incomunicado y presa del caos más absoluto. No sería hasta diez horas después del comienzo de las hostilidades que se pudo preparar una mínima respuesta. El Ejército Rojo, mandado por una escasa oficialidad con apenas experiencia, después de que prácticamente todos los veteranos cayeran en las purgas, aún se permitió demorarse en que los pilotos recibieran interminables charlas de sus comisarios políticos, perdiendo un tiempo esencial mientras sus compañeros de la zona atacada caían a centenares.
A pesar de todo, los invasores acabaron encontrándose con una feroz resistencia por parte de combatientes soviéticos que, en muchos casos, decidieron intervenir por su cuenta. Los pocos aviones que sobrevivieron despegaron e hicieron misiones suicidas contra los experimentados pilotos alemanes, con acciones llenas de temeridad como la de destrozar el estabilizador de los cazas de la Luftwaffe ¡con la hélice del morro! Aun así, las bajas del Ejército Rojo fueron ingentes, con miles de prisioneros tomados en pocas horas y una abrumadora pérdida de material. En ese momento, las previsiones de Hitler de tomar Moscú en pocas semanas parecían todo menos una bravuconada.