El reciente hallazgo de los restos del HMS Terror, el segundo de los barcos desaparecidos mientras buscaban el Paso del Noroeste en 1845, ha puesto de nuevo sobre el tapete la expedición perdida de sir John Franklin, un hito de la mitología del Imperio Británico. Sólo el aciago destino sufrido por Robert Falcon Scott casi setenta años después en la Antártida logró disputarle el simbolizar el loco heroísmo que marcó la exploración de los territorios polares entre el XIX y el XX. Paradójicamente, fue su fracaso el que la convirtió, probablemente, en la que más contribuyó al conocimiento del intrincado laberinto que era el norte de Canadá.
Hasta que no se inauguró el canal de Panamá en 1914, las grandes potencias marinas estaban obsesionadas por encontrar una forma de evitar que sus barcos tuvieran que rodear toda América en sus viajes hacia Asia. Durante mucho tiempo se creyó que al norte de Canadá tenía que existir un paso que lo permitiera, y numerosos marinos, entre los que se cuentan James Cook y el español Alejandro Malaspina, lo buscaron infructuosamente.
Expediciones congeladas
Pero el siglo XIX convirtió a Gran Bretaña en un inmenso imperio, y la conexión de la metrópoli con la India se convirtió en una prioridad. Varias expediciones se aventuraron en aquella trampa de innumerables islas, separadas por canales que se congelaban traicioneramente, y donde sólo aisladas poblaciones de inuits eran capaces de sobrevivir. Basándose en testimonios nunca suficientemente corroborados, existía el convencimiento de que, si se lograba subir lo bastante, los barcos encontrarían un calmo mar abierto que los llevaría fácilmente al otro lado.
Una de esas expediciones fue la que en 1845 le fue encomendada a sir John Franklin, un marino que ya había explorado la zona, servido a las órdenes de Nelson en Trafalgar y ejercido como gobernador de Tasmania. Para ello, se le entregaron dos navíos, el Erebus y el Terror, de los más avanzados tecnológicamente del momento, con grandes calderas de vapor que les permitían avanzar por sus propios medios. Franklin no era ya ningún joven, pero a sus 59 años fue la elección del Almirantazgo después de que otros, como Ross y Peary, declinaran cortésmente el ofrecimiento.
Libros de Dickens para la travesía
Los dos buques, con 134 hombres a bordo (cinco se quedarían en América, antes de iniciar el asalto al territorio ártico) llevaban una equipación un tanto extraña para el Ártico. Como luego le pasaría a Scott, que rechazó usar perros para llevar caballos al Polo Sur, Franklin cargó los barcos con vajillas y elementos de confort que se demostraron luego inútiles, pero que servían para marcar distancias con los inuit. Al fin y al cabo, ellos simbolizaban la civilización británica. Tampoco parece que los mil volúmenes embarcados, entre ellos numerosos títulos de Charles Dickens, fueran las mejores herramientas para sobrevivir en el frío. Y además, ni siquiera iban bien equipados para viajar por tierra: pensaron que prácticamente se moverían sólo por el mar.
Franklin cargó los barcos con vajillas y elementos de confort que se demostraron inútiles, pero marcaban distancia con los inuit. Ellos eran la civilización británica
Partieron de Inglaterra el 19 de mayo. Tres meses después, a principios de agosto, los barcos fueron vistos por última vez por ojos occidentales en la bahía de Baffin. Tras tres años de espera (el tiempo estimado que les durarían las provisiones), lady Jane Franklin logró del Almirantazgo que se lanzara al rescate de su marido. Hasta once barcos ingleses y norteamericanos llegaron a coincidir en la zona, con poco éxito en el hallazgo de la expedición. A cambio, recopilaron un torrente de datos que hizo más por cartografiar el territorio que todas las décadas anteriores. Cuando el Almirantazgo cesó en la búsqueda, la incansable lady Franklin logró dotar otra expedición de rescate con su dinero y el de una suscripción popular. Por entonces, su marido ya era un héroe.
Caballeros caníbales
Uno de los que fueron en su busca, John Rae, consiguió en 1854 traer los primeros objetos que se encontraron, así como testimonios de inuit que decían saber de hombres blancos que se habían comido entre ellos. La revelación provocó una gran protesta en la Inglaterra victoriana, encabezada por Dickens: era un insulto pensar que caballeros como Franklin y sus oficiales cometieran tal aberración.
Más de 170 años después, y tras las expediciones que a partir de 1980 volvieron a la isla del Rey Guillermo para intentar saber qué pasó, sabemos que efectivamente fue así: muchos huesos encontrados tienen marcas que demuestran que sus dueños sufrieron el canibalismo. También se encontró una altísima concentración de plomo en los restos (procedente de las latas de conserva y de las cañerías que distribuían el agua en los barcos), que pudo contribuir a que además perdieran la razón. Y sin embargo, nunca una tragedia tuvo tanto eco en el imaginario de tantos: no en vano, el propio Julio Verne envió a su capitán Hatteras a encontrar los restos de la expedición de Franklin en Las aventuras del capitán Hatteras (1865).