Éste podría ser un cuento de Navidad, si no fuera porque es una historia real. Es hermosa, aunque no tenga almíbar. E incluso hay quien podría considerarla demasiado truculenta para ser un relato navideño, pero en realidad tiene todos los elementos del género: una situación límite, una solución que viene en el último momento y a la desesperada y que, sobre todo, transcurre en la mañana del 25 de diciembre. Incluso, podría decirse que es la historia de un milagro, o al menos así les pareció a los que fueron testigos de ella.
El 15 de diciembre de 1809, Ephraim McDowell, un médico de Danville, una pequeña localidad de Kentucky (Estados Unidos), acudió a una petición de ayuda de un pueblo a noventa kilómetros de distancia. Según relata Jürgen Thorwald en El siglo de los cirujanos (Ariel), cuando llegó allí le pasaron a una habitación donde se encontró con una mujer, Jane Todd Crawford, con lo que parecía un embarazo que se había extendido hasta más allá de los diez meses.
Tumor ovario
Pero, después de pedirle al marido que saliera de la habitación, y tras examinarla, se dio cuenta de que, en realidad, aquella mujer albergaba en su interior un enorme tumor de ovario que, si las cosas no cambiaban, acabaría con su vida. Por entonces, nadie operaba abriendo el abdomen, porque todas las autoridades decían que eso sólo llevaba a la muerte segura. Sin embargo, McDowell, ante la exigencia de sinceridad de la enferma, le dijo que él se podría atrever a extraerle el tumor, siempre que fuera capaz de acompañarle de vuelta a Danville.
—Pues iré con usted, doctor —respondió ella—. Haga entrar a Tom y déjeme un momento a solas con él. Se lo contaré todo y le diré que no espere mi vuelta, sino sólo la del caballo. Y después veré a los niños.
Del 15 al 17 de diciembre, Jane acompañó al médico en un viaje épico, en el que sufrió las insufribles molestias que el gran bulto que albergaba en su interior le producía. Pero finalmente llegaron a Danville, y la mujer pudo descansar mientras McDowell pensaba cómo sería mejor proceder a la operación. Sabía que, en el momento en el que procediera a hacerle un corte, se convertiría a ojos de la ley en lo mismo que en un asesino.
Y sin embargo, estaba convencido de que, contra toda evidencia, había posibilidades de salvar a aquella mujer que le miraba y le animaba a intentarlo, diciéndole que no importaba los años que le quedaran, porque continuar así sería como estar muerta en vida.
La operación
Finalmente, en la mañana del 25 de diciembre, domingo, McDowell procedió finalmente a la operación, con la asistencia de su mujer, su hijo y un discípulo. En un momento en el que aún no existía la anestesia, fue necesario que la sujetaran con fuerza mientras procedía a abrirla. Contra todo pronóstico, Jane no gritó: comenzó a cantar salmos, y así se mantuvo todo el tiempo, con los altibajos de los desvanecimientos que iba sufriendo.
Y no era para menos: ante la presión del tumor, los intestinos saltaron en cuanto se abrió el abdomen, y McDowell tuvo que abrirse camino como pudo para extirparlo. Fueron sólo veinticinco minutos de una lucha épica, pero finalmente logró cortarlo en dos grandes trozos: al pesarlo, vio que alcanzaba los diez kilos.
Contra todo pronóstico, Jane no gritó, aun sin anestesia: comenzó a cantar salmos, y así se mantuvo todo el tiempo, con los altibajos de los desvanecimientos que iba sufriendo
Tras poner sobre el costado a su enferma para que saliera la sangre que se había vertido en la cavidad abdominal, McDowell procedió a coserla de nuevo. Mientras tanto, eran cada vez más audibles los gritos de la multitud que se había juntado frente a su casa para lincharle, espoleados por el sermón del reverendo que, en la misa matinal, les había señalado el gran pecado que se estaba cometiendo en aquel lugar. El propio sheriff llamaba insistentemente para entrar. Cuando finalmente lo hizo, Jane parecía no respirar. Ya iba a llevarse detenido a McDowell, cuando de repente la mujer comenzó a mostrar signos de que vivía. Sorprendido, el sheriff abandonó el lugar y gritó a los congregados:
—¡Os lo digo yo; os digo que vive! Y ahora, no olvidéis que hoy es Navidad.
Pasaron varios días agónicos para ver si la mujer se recuperaba, y finalmente lo hizo. Al quinto día se puso en pie, y a los veinticinco volvió a un hogar donde nadie contaba ya con volver a verla.
Moriría treinta y tres años después, tras una vida tan llena y tan vacía como la de cualquier otro. Por su parte, McDowell aún practicaría trece ovariotomías más, en las que sólo perdió a una paciente. Pero, cuando por fin envió un artículo informando de su técnica, nadie le hizo caso y lo tomaron como un delirio. Murió en 1830, muy posiblemente de una apendicitis, una dolencia de la que se hubiera salvado si le hubieran aplicado la misma cirugía abdominal que inventó. Hoy se le reconoce como se debe: como alguien a quien muchas mujeres deben la vida. Y todo comenzó en una mañana de Navidad.