Un matrimonio capaz de tener y sacar adelante a 12 hijos se habría llevado los más altos galardones de la natalidad durante el franquismo. Y seguramente la mujer habría sido puesta como ejemplo por la Sección Femenina, porque se daría por supuesto que el haber sido madre de una familia más que numerosa llevaría consigo necesariamente la renuncia a cualquier otro objetivo en la vida que no fuera el quedarse en el hogar para atender los múltiples frentes de la crianza, mientras el marido se encarga de traer a casa el jornal.
Buscó proporcionar a las mujeres maneras más cortas, simples y sencillas de realizar el trabajo doméstico para que pudieran buscar trabajos remunerados fuera de casa
Con Lillian Moller Gilbreth todos estos esquemas se rompen. Como cuentan Guillermo de Haro y Laura Blanco en El espectador económico (Libros.com), el suyo es un caso excepcional, porque no sólo se convirtió, junto a su marido Frank Gilbreth Sr., en una celebridad cuando publicaron un libro en 1948, Cheaper by the Dozen, en el que narraban las vicisitudes de gestionar una familia hipernumerosa como la suya, y que dio origen a varias películas (incluidas una saga protagonizada por Steve Martin y Bonnie Hunt ya en pleno siglo XXI), una adaptación teatral y hasta un musical.
No, aun prescindiendo de eso, el curriculum de Lillian Gilbreth, nacida en 1878 en Oakland (California) resulta apabullante: fue una de las primeras mujeres ingenieras en doctorarse, y su especialidad fue la psicología organizacional e industrial. Fue master en Literatura y doctora en Psicología, materia de la que además se convirtió en profesora universitaria. Asesoró a varios presidentes, entre ellos Hoover, Roosevelt, Eisenhower y Kennedy, y tuvo a su cargo el desarrollo de programas para luchar contra el desempleo durante la Gran Depresión.
Realizó en 1926 estudios para la empresa Johnson & Johnson para el lanzamiento de productos de higiene basados en la celulosa que hoy son de uso común, y diseñó para la IBM un escritorio ergonómico que resultó premiado en la Feria Mundial de Chicago de 1933. Además, fue la primera mujer admitida en la Academia Nacional de Ingeniería de aquel país.
Universal y familiar
El matrimonio Gilbreth aplicó en su hogar su propia variante de los principios del taylorismo, que buscaba combinar los estudios científicos sobre la gestión del tiempo y el trabajo de éste con la psicología de los trabajadores. Un paso más allá de lo que había hecho Henry Ford, que parecía dirigirse siempre a un tipo ideal de norteamericano que en realidad no existía. Y lo más sorprendente es que ese viaje tuvo retorno, porque lo aprendido en el hogar les sirvió para el desarrollo de métodos de gestión que aún hoy se enseñan en las escuelas de negocios.
En concreto, Lillian Gilbreth tenía una gran preocupación por que la labor de las mujeres en las casas se gestionara de la forma más eficaz para que no tuvieran que renunciar a tener una carrera laboral y se pudieran realizar también fuera del hogar. Buscaba "proporcionar a las mujeres maneras más cortas, simples y sencillas de realizar el trabajo doméstico permitiendo así que puedan buscar trabajos remunerados fuera de casa". Y no se quedó en la teoría: analizó en detalle la configuración de las cocinas de su época, y las renovó totalmente para optimizar el tiempo empleado en ellas.
Para lograrlo, aplicó innovaciones que hoy ni nos llaman la atención, pero que fueron tan cruciales en su momento como el añadido de un pedal al cubo de basura o de estanterías en la puerta del frigorífico para tener más a mano los productos de mayor uso. Pequeños detalles que parecen nimios, pero que sumados a lo largo de las decenas de miles de veces que se usan cada año cada uno de estos aparatos, pueden suponer un ahorro de tiempo considerable si se observan en conjunto. En cierta forma, puede decirse que Lillian Gilbreth inventó la cocina moderna.
Gestionar humanos
El matrimonio Gilbreth diseccionó, incluso filmándolas, todas las acciones que tanto ellos como sus hijos realizaban en casa, dividiéndolas en sus elementos más básicos, incluso los más sencillos como agarrar un cazo o afeitarse. Con todo ello lanzaron sus propuestas para gestionar mejor el elemento humano en las empresas obteniendo una gran repercusión, pero también la oposición de sindicatos y funcionarios del Gobierno (además de la del propio Frederick Taylor, el padre del taylorismo, que consideraba que en realidad añadían muy poco a sus propias ideas, cuando lo cierto es que es que él había obviado la psicología de los trabajadores).
Así que ya sabe, la próxima vez que se tope en la sobremesa televisiva alguna de las entregas de Doce en casa, con el inefable Steve Martin, piense que, aunque no se lo crea, estará presenciando una de las obras fundamentales del capitalismo moderno. Así lo reconoce al menos la muy americana Smithsonian Institution, que le dedica toda una sala al matrimonio Gilbreth en su museo de Washington D.C.