El 21 de mayo de 1927, el piloto norteamericano Charles Lindbergh, de 25 años de edad, hacía descender su avión, el Spirit of St. Louis, en el aeropuerto de Le Bourget, cerca de París. Había despegado algo más de 33 horas antes de Long Island, y con ello se convertía en la primera persona en cruzar en solitario el Atlántico.
Aquella hazaña es, sin lugar a dudas, una de las más importantes y trascendentes de la historia moderna. No sólo por lo que supuso de espaldarazo de la aún incipiente aviación, sino por sus consecuencias inmediatas. Lindbergh era semanas antes de volar prácticamente un desconocido, frente a otros que recibían el interés preferente de los medios; además, el Spirit of St. Louis era un aparato que ofrecía muchas dudas: carecía de frenos, y la vista delantera era muy precaria. Y sin embargo, consiguió lo que prácticamente nadie más lograría en aquella época: aterrizar, con una precisión admirable, donde había dicho que lo haría.
El recibimiento fue una auténtica locura: las masas de franceses arremolinados le arrancaron prácticamente la ropa a tiras para tener un souvenir suyo, y el mismo avión fue casi despedazado por las hordas que celebraban su éxito. Lindbergh salvó la vida gracias a unos gendarmes que se las vieron y se las desearon para protegerle; curiosamente, días antes de la llegada del piloto, los estadounidenses eran mal vistos en París, e incluso habían sufrido agresiones, por las exigencias del Gobierno americano de que se les devolviera el crédito concedido durante la guerra.
El héroe
La exigencia contribuyó a que el franco se hundiese y a que la ciudad se viese invadida por estadounidenses de clase media que descubrieron por primera vez el turismo gracias a su dólar imbatible. Lindbergh cambió de un solo plumazo eso, iniciando una luna de miel entre los dos países. Pero al aviador de Detroit aún le quedaba lo más peligroso: la gira de homenaje que le llevaría a los entonces 48 estados de la Unión a lo largo de todo el verano, y que se demostró infinitamente más dura que el cruce del Atlántico.
Los camareros se disputaban los huesos de pollo y las servilletas que dejaba en los restaurantes, tuvo que ver cómo la gente le seguía hasta el baño y se resignó a que sus camisas nunca volvieran de la lavandería
En su libro 1927, Un verano que cambió el mundo (RBA), Bill Bryson resume así una jornada cualquiera de aquella locura: por ejemplo, durante la hora y 41 minutos que pasó el 15 de agosto en Springfield (Illinois), "ofreció un breve discurso en el aeródromo, saludó a cerca de cien funcionarios locales, lo invitaron a admirar y pasar revista a la 106ª Caballería de Illinois, se montó en un coche descapotable para recorrer a la carrera ocho kilómetros, en los que dejó atrás a 50.000 personas que lo vitoreaban y ondeaban banderines, dejó una corona en la tumba de Abraham Lincoln, lo llevaron al arsenal de la localidad, donde le obsequiaron con un reloj de oro y le dedicaron una sucesión de acelerados y pomposos discursos." Y al terminar, despegó y se fue a la siguiente, y similar, etapa.
La locura de París se repitió multiplicada en todos los lugares que visitaba o simplemente sobrevolaba, sobre todo al principio. Los camareros se disputaban los huesos de pollo y las servilletas que dejaba en los restaurantes, tuvo que ver cómo la gente le seguía hasta el baño y se resignó a que sus camisas nunca volvieran de la lavandería. Además, en sólo tres semanas se empeñó en escribir de su propia mano sus memorias, tras rechazar el trabajo de un negro. Mientras, su casa natal fue asaltada por unos ladrones que se llevaron todos los objetos personales que pudieron encontrar, hasta los más nimios.
Secuestro y asesinato de su hijo
Aunque la locura fue perdiendo fuelle, la repentina fama de Lindbergh despertó el interés por los aviones en un país que, pocos meses antes, no mostraba el menor interés por tener una aviación propia. Repentinamente, todo el mundo quería volar, y el Gobierno lo utilizó para comenzar a trazar las rutas aéreas que comunicasen el inmenso territorio. Lindbergh dio el pistoletazo para que Estados Unidos terminara convirtiéndose en una potencia aérea.
Con el fin de la gira, el ahora héroe conoció el lado oscuro de la fama. En 1932, el secuestro y asesinato de su hijo de 20 meses le devolvió a la primera línea: el país se volcó con su dolor y siguió absorto los detalles del juicio que condenó a muerte a su secuestrador, Richard Hauptmann, quien hasta el final proclamó su inocencia.
Además, tras una visita a Alemania se declaró absoluto partidario de Adolf Hitler, de su política antisemita y de la aplicación generalizada de la eugenesia, lo que hizo que su imagen pública se resquebrajara, sobre todo tras la entrada de Estados Unidos en la guerra. Nunca volvió a ser lo que era, y muchos se preguntaron si aquel hombre capaz de enhebrar un discurso de odio era el mismo que había protagonizado una de las hazañas más luminosas e ilusionantes de todo el siglo XX.