Eurovisión es una anécdota. Hubo un tiempo en el que fue otra cosa. Tal vez algo similar a un festival de la canción popular europea. Pero con los años ha ido perdiendo mimbres y al final se ha quedado en verbena. En una pasarela de disfraces y luces de discoteca que uno contempla en directo a través de Twitter como se contempla un reality o el debate sobre el estado de la nación. Para echarse unas risas.
Los propios expertos en Eurovisión, generalmente dignísimos y siempre molestos con quien no opina como ellos, así nos lo explican a los que no terminamos de entenderlo: Eurovisión es un espectáculo televisivo. Quizás no se percatan de que en su propia justificación reside el mejor argumento en su contra. En el Festival de la Canción de Eurovisión, de música queda ya muy poquito. Aunque en algo estamos de acuerdo: es un espectáculo. Todos los años lo es. Un espectáculo inolvidable.
Duke Ellington escribió un artículo para el Music Journal, en 1962, titulado: ¿Hacia dónde va el jazz? En él reflexionaba sobre la música en términos generales: "Hay dos tipos de música, la buena música y el otro tipo. El único rasero por el que se debe juzgar el resultado es sencillamente el de cómo suena". Durante los últimos días he leído algunos artículos en los que menciona a las ganadoras Heroes de Mans Zemerlöw y Euphoria de Loreen para defender la altísima calidad musical de Eurovisión. Si las quieren reproducir, les recomiendo hacerlo dentro de un coche tuneado con las ventanillas abiertas y el volumen al máximo. Es su hábitat natural.
Música sin sentimientos
La música en Eurovisión es de ese otro segundo tipo al que se refería el duque Ellington. Por eso Salvador Sobral es sólamente una anomalía. Un virus que se ha colado en el sistema y quizá lo termine reventando desde dentro. Yo, desde luego, estaría encantado. Nada me gustaría más que encontrarme en Eurovisión con canciones estupendas. Con temas que de verdad representasen lo mejor que se está haciendo en el pop, el rock o el folk de cada país. Ojalá cundiese el ejemplo y cada año compitiésemos en Eurovisión orgullosos de la canción que se haya propuesto, independientemente del resultado.
Sobral colocó al festival —o lo que sea— frente al espejo al recibir el premio. "Vivimos en un mundo en el que se consume música fast food totalmente hueca y sin contenido. La música no son fuegos artificiales, la música son sentimientos. Deberíamos cambiar esto y devolverle el valor que merece".
Lo dice alguien que se dedica al primer tipo de música al que se refería Ellington en 1962. Alguien que actuó en el SÓNAR en el año 2014, con Noko Woi, el grupo que lideraba junto a Leo Aldrey. Alguien que ha transitado por la música desde sus sótanos, cuando actuaba para un puñado de personas en los clubes de Palma de Mallorca.
Hacerse el sueco
La primera crítica de sus compañeros a Sobral la hemos leído en la cuenta de Instagram de Robin Bengtsson, representante de Suecia: "Creo que tu discurso después de ganar Eurovisión estaba por debajo del nivel de un verdadero ganador. La música fast food puede ser lo mejor del mundo en el lugar y el momento correcto”. Y ahí está el problema. En creer que el Festival de la Canción de Eurovisión es el lugar y el momento oportuno para la música servida sobre bandejas desechables. Me gustaría conocer la opinión de los expertos en Eurovisión si en un festival de la gastronomía europea alguien presentase un perrito caliente barato alegando que es el momento correcto.
Lo que Salvador Sobral ha hecho es demostrar que la calidad se impone. Sea donde sea. Por eso ha ganado aun tratándose de un verso suelto. Se puede jugar a esto aceptando ser parte del circo o se puede intentar hacer las cosas bien. Lo mejor posible. Eso sería lo deseable, aunque algunos como el sueco no se estén enterando de nada.
Cantera o vertedero
O como España, que se entera de menos aún. En el caso de querer demostrar cómo es la música popular de calidad que se está haciendo en este país, se podían haber elegido como representantes a artistas que desbordan talento como Silvia Pérez Cruz, Miguel Poveda, Depedro, The New Raemon o La Bien Querida, por mencionar algunos de los cientos que hay. Pero si lo que se pretende es perpetuar el esperpento eurovisivo, qué menos que hacerlo decentemente. Porque ni así.
Una canción que se quiere parecer en algo al reggae interpretada por alguien que se quiere parecer en algo a un surfero y que intercala en su letra el castellano con el inglés para hacerlo todo aún más ridículo dice mucho de nosotros, en efecto. Dice que hasta para hacer las cosas mal somos los peores.
Pero sigamos insistiendo en el modelo. El próximo año apostemos por una canción de electro pop italiano con el estribillo en francés y que la cante alguien enfundado en el traje regional bávaro. A ver si así nos quedamos definitivamente con cero puntos.
Eurovisión es una anécdota. Lo hemos convertido en un anécdota. Y no conviene darle más importancia de la que tiene. Pero dice mucho de nosotros, en realidad. Acabo de leer que Pablo Alborán ha versionado Amar pelos dois, la canción de Luísa Sobral con la que su hermano ha ganado Eurovisión. Otro que tampoco está entendiendo nada.