El 9 de julio de 1762 ascendió al trono de Rusia una de las mujeres más poderosas de todos los tiempos. Comenzaba el reinado de la emperatriz Catalina II, que por méritos propios pasaría a la historia como Catalina la Grande; cuando falleció el 17 de noviembre de 1796, su país se había convertido en una gran potencia europea y mundial que marcaría la historia posterior.
Y eso que no lo tuvo fácil. Si mantenerse en lo alto del poder en Rusia ha sido siempre algo peliagudo (no digamos ya conseguir llegar), los años inmediatamente anteriores a su coronación habían sido directamente un caos. La emperatriz Isabel I había logrado una precaria estabilidad al derrocar al zar Juan VI, un bebé que apenas caminaba al que aisló en una celda y que creció sin contacto humano con nadie que no fueran sus guardas, en estado casi salvaje.
A partir de ese momento, se dedicó a preparar el trono para su sobrino, el futuro Pedro III. El problema es que éste era prusiano, y además no ocultaba su desprecio hacia los rusos. Para buscar descendencia, le casó con una oscura princesa también alemana, Sofía de Anhalt-Zerbst. Pero, al contrario que su marido, ella no dudó en mostrar un gran fervor por lo ruso, aprendió el idioma a marchas forzadas, se convirtió sin problemas a la religión ortodoxa y adoptó el muy eslavo nombre de Ekaterina (Catalina).
El matrimonio hizo aguas desde el primer momento. Incluso, ante la evidencia de la esterilidad del Gran Duque, la emperatriz Isabel hizo la vista gorda para que Catalina diese comienzo a la que fue una larga lista de amantes. Finalmente, llegó el vástago, que fue arrancado de los brazos de su madre por la emperatriz para ser educado directamente por ella como futuro zar.
Cuando Isabel murió, la corona pasó a su sobrino. Pero fue un reinado efímero de apenas siete meses: su afecto por lo alemán había, para la nobleza rusa, caído directamente en la traición al ordenar a las tropas detenerse cuando estaban a punto de conseguir la derrota total de Prusia. El zar fue "invitado" a abandonar San Petersburgo y retirarse a una propiedad en el campo para ser sustituido por su mujer, y un año después apareció asesinado. Que su esposa estuviese al tanto o no, es un misterio, aunque lo cierto es que se señaló de ello a su amante, Alexei Orlov. En todo caso, el complot fue un episodio más de la larga y tortuosa historia de los Romanov.
Comenzó entonces un reinado que reveló la enorme complejidad de la personalidad de Catalina. De cara al exterior, y deseosa como estaba de que Rusia obtuviese el reconocimiento internacional que se merecía, se esforzó por convertirse en la auténtica protectora de la Ilustración. Mantuvo una intensa correspondencia con Voltaire y ofreció a Diderot acoger la Enciclopedia cuando ésta fue prohibida en Francia. Dio asilo a los jesuitas expulsados de España para que formaran a la élite, fue la primera en vacunarse para fomentar la extensión de las vacunas en Rusia, fundó el Hermitage y comenzó a llenarlo con la impresionante colección artística que hoy es una de las más importantes del mundo.
Escribió unas memorias y obras de teatro, e incluso hizo un amago de formar una especie de Parlamento, que terminó disuelto sin haber llegado a nada productivo. Sin embargo, aunque modernizó la Administración, la situación de los siervos bajo su imperio no sólo no mejoró, sino que vieron aún más deteriorada su situación, convirtiéndose de facto en esclavos propiedad de la nobleza. Para ellos, fue una déspota nada ilustrada.
Eso sí: llevó el imperio ruso hasta límites increíbles durante su largo reinado. A costa principalmente del Imperio Otomano y de Polonia (que acabó desapareciendo como estado, algo que prácticamente no cambiaría hasta el siglo XX), afianzó su presencia en el Mar Negro, donde se anexionó Crimea, y absorbió Bielorrusia, Ucrania, Lituania y parte de Letonia. Rusia se convirtió de esta forma en el actor internacional que tanto ansiaba.
En lo privado, también rompió moldes. Tuvo una larga lista de amantes, especialmente jóvenes, a los que favoreció con títulos y cargos (el más importante fue el militar y estadista Grigori Potemkin, artífice de la expansión rusa), y a los que mantenía en palacio. Y disfrutó especialmente de los placeres eróticos, hasta el punto de que diseñó una habitación con los más refinados artilugios. Algo escandaloso para una mujer, aunque fuese habitual en muchos de los autócratas de todas las épocas. Por eso, se extendió el malicioso rumor de que su muerte le sobrevino cuando intentaba ser penetrada por un caballo. En realidad, fue por una apoplejía que, según algunas versiones, le habría sobrevenido en el retrete. Ése habría sido el final de la Gran Emperatriz de Todas las Rusias.