Enrique IV fue un rey desgraciado por la crueldad de la época y de las exigencias de la monarquía; fue un esclavo hasta teniendo el poder a mano, en esencia, por no poder ejecutar aquello que se esperaba de un varón testosterónico y patriarcal: reproducirse, dar un heredero al trono. Enrique IV nació en 1420. Era hijo primogénito del rey de Castilla Juan II y hermano de Isabel, quien luego sería “la católica”. Lo casaron a trancas y barrancas, con ansia, recién cumplidos los 15 años, para empujar a nacer a un bebé que no llegaba. Era tanta la presión que su esposa tuvo que decir en público que si no se quedaba embarazada no era por culpa suya, sino por la de su marido, que la repudiaba en los momentos íntimos y, a la hora de la verdad, sufría disfunción eréctil.
El matrimonio nunca fue consumado, como confirmaron los médicos que se dedicaron a ayudar a los futuros monarcas: la infanta Blanca de Navarra seguía siendo virgen y él poseía un miembro inservible para la fecundación. Llegó a decirse que era homosexual y que mantenía relaciones con algunos nobles que ejercían de auxiliadores en sus labores de Gobierno. Enrique acudió a todas las posibilidades: mandó buscar cuernos de unicornio en África, bebió toda clase de brebajes y pócimas con supuestos efectos vigorizantes… y nada.
Finalmente, el matrimonio fue declarado nulo porque nunca llegaron a acercarse a la fecundación en los tres primeros años de relación, que era el periodo mínimo exigido por la Iglesia: en mayo de 1453 un obispo aseguró que ese enlace no podía ser válido por culpa de un hechizo, de una “maldición sexual” que tristemente padecía Enrique. Esta idea no era arbitraria: formaba parte de un plan del aún príncipe, que veía cercana la muerte de su padre y necesitaba buscarse otra esposa para procrear y decir que el hechizo había remitido. Esta tesis fue avalada por una serie de prostitutas de Segovia que aseguraban haber tenido relaciones sexuales con el joven.
Al morir Juan II en 1454, Enrique fue proclamado rey de Castilla y se casó casi de inmediato con Juana de Portugal, inaugurando una monarquía estrepitosamente torpe y llena de conflictos. Parecía que el problema se había solucionado cuando la reina tuvo una hija, la pequeña Juana, pero enseguida la apodaron “la Beltraneja”: decían que era fruto de un adulterio de la consorte con Beltrán de la Cueva. Podría haber sido un cotilleo, pero este rumor se convirtió en un asunto de Estado. De ahí la Guerra de Sucesión castellana, que tomó dimensión internacional con la intervención de Francia y Portugal. Los hermanos empezaron a pelear por un trono legítimo: Alfonso murió repentinamente y la princesa Isabel consiguió que su hermano la reconociera como heredera, en lugar de a su propia hija.