Sissi era un ser rebelde, una muchacha culta e ilustrada, pero cuando desembarcó en la corte de Viena, tras casarse con el emperador de Austria -y se vio súbitamente sumergida en un mundo conservador, lujoso y superficial sujeto a mil cánones de corrección- su personalidad cambió. A los 25 años comenzó a obsesionarse con su físico, con mantener una figura perfecta: enloqueció por mantener su peso en 50 kilos (y eso que medía 1,72) y por conservar su cintura de 47 centímetros. Inventó dietas locas de adelgazamiento, como prescindir de frutas y verduras (a excepción de naranjas), comer filetes cruda, consomés de carne de ternera, venado y perdiz, sangre de buey y leche.
En ese momento no existían los expertos en nutrición, pero hoy se sabe que padecía un cuadro de anorexia y bulimia. Practicaba deporte de manera compulsiva. En sus palacios mandó montar anillas, escaleras, espalderas… auténticas salas de tortura en las que pasaba todo el día. Montaba a caballo, practicaba esgrima, natación, senderismo y ciclismo. Nunca se sentaba y evitaba comer en público. Por las noches dormía con paños húmedos apretándole las caderas.
Cuando en su piel asomaron las primeras arrugas, prohibió que le hiciesen fotos -en las últimas imágenes que se tienen de ella sólo tenía 30 años- y salía a la calle siempre con un velo puesto. Además, era adicta a la cocaína: se la recetaron de forma terapéutica y siempre viajaba con una jeringuilla para poder inyectársela. La usaba para controlar el ánimo y los problemas menstruales. Aunque tuvo cuatro hijos, odiaba a los bebés porque la habían hecho engordar.