El premio para la peor noche de bodas de la Historia es para la desdichada María Josefa Amalia de Sajonia, tercera esposa de Fernando VII, una cría que aún no había cumplido los 16 cuando se casó con el rey. Había pasado toda su infancia y los primeros años de su adolescencia recluida en un convento, bajo las normas monacales y alejada del amor físico.
Obviamente, estaba perdida respecto al mundo exterior y, por supuesto, respecto a las llamadas “obligaciones conyugales”. Como la segunda esposa de Fernando VII había muerto, convirténdole en un viudo de 39 años sin descendencia, al monarca le entró la prisa por buscar un heredero al trono y eligió a María Josefa para contraer matrimonio. La joven se sintió tan abrumada y tenía tanto miedo que hasta el Papa Pío VII tuvo que convencerla de que la noche de bodas no era pecado mortal, como ella creía.
Era la crónica de un fracaso anunciado. Cuando María Josefa vio aparecer al rey -grueso, enorme, feroz, desnudo y excitado-, comenzó a gritar y a correr como alma que lleva el diablo. Cabe decir que, por si fuera poco, ni siquiera se entendían: ella no sabía español ni él alemán.
El monarca fue a buscar a su cuñada y a la sirvienta mayor para que instruyesen a la novia y le explicasen lo que iba a suceder. Las señoras hablaron con la joven, y pronto él volvió a intentarlo, sin encontrar resistencia. Pero María Josefa no pudo soportar el pánico y acabó por irse de vientre: orinó y defecó durante el acto, manchando a su pareja. El rey huyó muy enfadado de la alcoba.
Ni las aguas termales mágicas
Este episodio llegó a hacer las delicias del mismísimo Mérimée, que relató a Stendhal todos los chismes escatológicos que le habían contado en España. Ahí su carta de diciembre de 1830, donde describe a un "gordo con aire de sátiro, muy oscuro y con el labio inferior colgante" blandiendo su "miembro viril" detrás de una chiquilla asustada que ya no controla ni sus propias funciones corporales.
Tras aquella desagradable experiencia, la situación no mejoró: el rey seguía obsesionado con procrear y llevaba, cada agosto, a María Josefa al balneario alcarreño de Sacedón por el presunto poder fertilizante de sus aguas termales. Insistía en ese ritual a pesar de las incomodidades del camino en coche de mulas. El traqueteo era tal que el rey acabó por bramar: "De este viaje salimos todos preñados menos la reina". Según el marqués de Villaurrutia, "las aguas de Sacedón, que por sus especiales virtudes genésicas gozaban fama de milagrosas, resultaron agua de cerrajas para la infecunda reina".
No había manera: el desencuentro sexual era constante. Fernando tuvo que amenazar a su esposa con la anulación del matrimonio -por no consumado-. "Hace ya diez años que contraje matrimonio con mi augusta esposa (...) El confesor [refiriéndose a las presiones del Vaticano a la reina para que se esforzarse en el acto] no hace entender a la reina que ella es carne de mi carne y hueso de mis huesos, ni contribuye en modo alguno a formar la ternura y afecto íntimo que exige la grandeza del sacramento", escribió Fernando a León XII.
Ella no estaba por la labor y le esquivaba siempre que podía: le invitó constantemente a rezar el rosario para “limpiarse de vicio” y dedicó su tiempo a lo que realmente le interesaba: ayudar a los pobres, charlar con Dios y escribir poesía. Murió a los 25 años a causa de unas fortísimas fiebres, volviendo a dejar al rey viudo y sin descendencia.