"No sabía que se pudiera ser aquello en lo que me convertí, una turista que salió ilesa de las guerras". La vida de Martha Gellhorn se narra saltando entre trincheras, poniéndose a cubierto de las explosiones de los obuses y describiendo escenas de hambre y muerte. Fue una periodista rebelde, siempre agarrada a sus convicciones ideológicas antes que a la objetividad que presupone la profesión. Cubrió una decena de las contiendas más importantes del siglo XX y sus crónicas, directas y humanas, siempre tomaron bando.
Martha Gellhorn nació en San Luis (Misuri) en 1908. Su padre, un doctor progresista, la sacó del colegio religioso en el que estudiaba cuando se enteró que las monjas enseñaban anatomía femenina con un libro que tenía las imágenes tapadas. También quiso educarla en la conciencia social su madre, una sufragista que llevaba a su hija a manifestaciones y protestas.
Pero el compromiso político de Martha Gellhorn con la libertad y la democracia no detonaría hasta su visita a mediados de los años 30 a la Alemania de Hitler: "Vi cómo eran esos patanes y amenazadores nazis y hasta dónde sería capaces de llegar". El estallido de la Guerra Civil española la cogió en Stuttgart, donde se encontraba comprobando datos para una novela. "Los periódicos nazis comenzaron a hablar de un conflicto en España; no hablaban de guerra. Daba la sensación de que se trataba de una muchedumbre sedienta de sangre que atacaba a las fuerzas del orden y la decencia. Siempre se referían a esa muchedumbre, la legalmente constituida República española, como los cerdos rojos".
Amiga íntima de Eleanor Roosevelt, la mujer del presidente de Estados Unidos, Martha Gellhorn dejó a un lado el pacifismo para convertirse en una acérrima defensora de la causa antifascista. Y esa batalla se libraba en España. Llegó a la ya sitiada Madrid, "una ciudad entera convertida en campo de batalla, expectante en la oscuridad", el 27 de marzo de 1937. Todo lo que llevaba consigo era una pequeña mochila y cincuenta dólares; y nada más pisar el hotel Gran Vía fue consciente de la miseria en la que se estaba sumergiendo: lo primero que comió consistió en una minúscula ración de garbanzos y en un trozo de pestilente bacalo seco.
Gellhorn aterrizó en un mundo de hombres, el de los corresponsales de guerra, en el que la figura femenina era rara avis. Sus crónicas aparecían publicadas en la revista estadounidense Collier's y los protagonistas siempre eran soldados rasos de primera línea del frente o el sufrimiento de los civiles, ignorando a los mandamases políticos y a los generales. No era la suya una escritura con florituras, sino más bien un estilo plano que se dedicaba a transformar en palabras aquello que veían sus ojos.
"Las mujeres, al igual que en todo Madrid, hacen cola en silencio, casi siempre vestidas de negro, sujetando sus bolsas a la espera de comprar comida", escribía Gellhorn durante los meses de la defensa de la capital, unas crónicas recogidas en el libro El rostro de la guerra y que ahora reedita Debate. "Cae un obús al otro lado de la plaza. Vuelven la cabeza para mirar y se arriman un poco más al edificio, pero no abandonan la cola. Llevan tres horas esperando y en casa sus hijos aguardan la comida".
Su relación con Hemingway
Se habían conocido en un bar de Cayo Hueso unos meses antes de viajar a España, pero el reencuentro en el Hotel Florida desembocó en una aventura amorosa destapada por los bombardeos y las carreras en cueros hasta el refugio del sótano. Ernest Hemingway y Martha Gellhorn se enamoraron en Madrid mientras escribían sus despachos de guerra y defendían fervientemente al bando republicano.
Ambos visitaron habitualmente las trincheras de la Ciudad Universitaria, a unas quince manzanas del hotel en el que se alojaban, donde "siempre había de qué hablar". Pero la cercanía del traqueteo de las ametralladoras y los estallidos de mortero siempre estremecieron a la cronista: "Por muchas veces que se haya hecho, nunca deja de impresionar ir al encuentro de la guerra, así, tranquilamente, desde tu habitación, en la que has estado leyendo una novela de detectives o la vida de Byron, o escuchando el fonógrafo o charlando con tus amigos".
En esa ciudad asediada donde los obuses sonaban como truenos, los corresponsales también tenían tiempo para correrse buenas juergas que no siempre acababan bien. El carácter de Hemingway, grosero e impredecible, tendía a armar escándalos. En el verano de 1937 la pareja asistió a una fiesta con exquisita comida en la habitación del Florida de Mijaíl Koltsov, el hombre de Stalin en Madrid camuflado bajo su labor de periodista en Pravda.
Como relata Paul Preston en Idealistas bajo las balas, el autor de Por quién doblan las campanas se encaró con el comandante comunista Juan Modesto creyendo que estaba intentando flirtear con Gellhorn, incluso le retó a un duelo de ruleta rusa: "Después de que hubieran dado amenazadoras vueltas uno alrededor del otro, cada uno con un extremo de un pañuelo entre los dientes, fueron separados sin miramientos y se pidió a Hemingway que se marchara, seguido por una hambrienta Martha Gellhorn".
Los dos periodistas se casaron en 1940, pero Gellhorn, cansada de los celos y los maltratos, dejaría a Hemingway tras una discusión en Londres en 1945. Fue la única de las esposas del afamado escritor con la valentía suficiente para abandonarlo, algo que él nunca le perdonaría: "Su odio hacia ella era una cosa terrible de ver", aseguró un biógrafo del también autor de Adiós a las armas.
Casarse con Hemingway provocó además otra consecuencia negativa para Gellhorn: los críticos siempre trataron de buscar paralelismos entre sus estilos, uno más sencillo y el otro más rico y celebrado. La cronista luchó por salirse de la sombra que su exmarido proyectaba sobre sus obras. "¿Por qué debería ser una nota a pie de página en la vida de otra persona?", se preguntó en una entrevista. Conocida por su periodismo todoterreno, también escribió novelas, relatos, libros de no ficción y una obra de teatro.
El Día D, Dachau y Vietnam
Más allá de la Guerra Civil española, Martha Gellhorn fue la corresponsal que estaba allí donde se cruzaban los disparos. Cubrió la guerra de Finlandia en 1939, la de China en 1940, el blitz del Londres bombardeado por la aviación nazi, el Día D desde un barco médico o la liberación del campo de concentración de Dachau, del que escribe: "Detrás de la alambrada de espino y el cerco electrificado, los esqueletos estaban sentados al sol, quitándose los piojos. Carecen de rostro y edad; todos se parecen, su aspecto no tiene comparación con nada de lo que pueda verse jamás, si uno tiene suerte (...) No sé cómo explicarlo, pero aparte de una furia atroz sientes vergüenza de la humanidad".
Por si los horrores presenciados durante la II Guerra Mundial no hubiesen sido suficientes, Gellhorn también cubrió otros conflictos como el de Vietnam o la invasión estadounidense de Panamá. Y criticó siempre el control que el poder ejerce sobre la prensa. "Hasta que la guerra nos haga enfermar en lo más íntimo, tengo pocas esperanzas en la prevención", escribe al final de El rostro de la guerra. Martha Gellhorn, con sus crónicas inconformistas, fue la precursora de las corresponsales que vendrían tras ella.