Después de tomar Berlín y certificar la derrota del Tercer Reich, el mariscal Gueorgui Zukhov, el militar más laureado de la Unión Soviética, no rechazó celebrar la victoria sobre los nazis con una botella de Coca-Cola que le había brindado el general Eisenhower, futuro presidente de Estados Unidos. Quedó el ruso tan sorprendido por el sabor del refresco que la empresa de bebidas comenzó a enviarle de forma exclusiva una serie de paquetes de White Coca, Coca-Cola sin caramelo, sin etiqueta y sin color.
Fue ese el primer contacto entre una marca de bebidas procedente de un país capitalista y la Unión Soviética. Pero esta relación se estrecharía a partir de julio de 1959, cuando se celebró en Moscú la Exposición Nacional Americana. Hasta el epicentro de la potencia enemiga durante la Guerra Fría se desplazó el entonces vicepresidente estadounidense Richard Nixon. Allí mantuvo un distendido debate con Nikita Jrushchov, el líder soviético, sobre qué sistema de gobierno era mejor.
"No deben tenerle miedo a las ideas", dijo Nixon, a lo que Jrushchov respondió: "Estamos diciendo que son ustedes quienes no deben tenerle miedo a las ideas. Nosotros no le tenemos miedo de nada...". La discusión acaloró al presidente soviético y un perspicaz ejecutivo de Pepsi, de nombre Donald Kendall, le ofreció uno de sus refrescos a Jrushchov, quien se lo bebió sin reparo. La imagen fue la mayor publicidad posible para la empresa norteamericana.
"Con el paso de los años, Kendall, ya presidente ejecutivo de PepsiCo, se lanzó definitivamente a negociar con la URSS el desembarco de su refresco en los hogares rusos", cuenta Juan José Primo Jurado, doctor en Historia, en Esto no estaba en mi libro de la Guerra Fría (Almuzara). El problema durante la elaboración del contrato vino a la hora de determinar la forma de pago. "El rublo no podía ser intercambiado en los mercados internacionales por lo que tuvieron que emplear toda su agudeza para alcanzar un acuerdo que llegó en forma del producto más representativo y en abundancia ruso: el vodka".
El acuerdo, firmado en 1972, le dio a PepsiCo la oportunidad de comerciar en EEUU grandes cantidades de Stolíchnaya, una marca moscovita de vodka creada a principios de siglo. Como contrapartida, el refresco comenzó a elaborarse en la Unión Soviética, siendo el primer producto occidental, del bloque capitalista, que desembarcaba en el régimen comunista.
En la década de los 80, los rusos consumían 1.000 millones de botellas de Pepsi al año, fabricadas en las 21 plantas abiertas entre sus fronteras. Pero a medida que la URSS entraba en colapso a causa de la crisis económica y la desintegración territorial, las negociaciones con Pepsi se complicaron cada vez más. Y de esta forma se produjo, en 1989, el intercambio más inverosímil de todos: Kendall tuvo que aceptar la entrega de parte de la flota de obsoletos submarinos y barcos de guerra rusos como método de pago.
"Así, aunque suene increíble", relata Primo Jurado, "PesiCo se convirtió en la propietaria de 17 submarinos Diesel, un crucero, una fragata y un destructor vetustos, lo que la convirtió en la virtual séptima potencia mundial en flota submarina convencional, es decir, no nuclear". Los soviéticos se mostraron accesibles a cualquier cosa con tal de no quedarse sin su bebida favorita. El propio Kendall se arrogaría una patriótica victoria ante el asesor de seguridad nacional de George Bush padre: "Estamos desarmando a la URSS más rápido que ustedes", bromearía. Ah, y los buques fueron inmediatamente desguazados y vendidos como chatarra.