En su época de mayor esplendor, primero con Carlos V y luego con su hijo Felipe II, la Monarquía Hispánica era dueña de medio mundo. Ante un territorio tan extenso, se hizo inevitable dominar todas las aguas del planeta, desde el Mediterráneo, donde la amenaza otomana era constante, hasta el Atlántico, en el que holandeses y británicos, estos liderados unos años por el pirata Drake, amenazaban con enviar a pique a todas las naves que regresaban de las Indias, no sin antes haber saqueado los productos y especias que transportaban desde el Nuevo Mundo.
Si las unidades de infantería imperiales respondieron en tierra combatiendo allá donde se les requería, las mismas garantías tenía que ofrecer la Marina española, que se batió durante varios siglos contra todos sus enemigos, algunos enfrentamientos mitificados históricamente, como la jornada de Argel (1541), la batalla de Lepanto (1571) o la Gran Armada de 1588.
¿Pero cómo era la alimentación de estos tripulantes y combatientes que se entregaban a la mar durante travesías que podían durar meses? ¿Cómo era la convivencia en los barcos? ¿Y las condiciones de higiene? ¿A qué se encomendaban estas gentes en los momentos previos a una batalla? ¿Cómo se afrontaba el éxito? A todos estos interrogantes trata de dar respuesta Magdalena de Pazzis, catedrática de Historia Moderna de la UCM, en su última obra, Tercios del mar (La Esfera de los Libros), un libro completo y documentado para imaginarse, sin ir más lejos, cómo fue la experiencia de Miguel de Cervantes, quien luchó y fue herido en Lepanto, en uno de estos navíos.
Por normal general, la infantería naval española estuvo dividida en tres clases: los hombres de mando (capitanes y oficiales), la gente de cabo, que a su vez se dividía en gente de guerra (aventureros y militares) y gente de mar (marineros y artilleros), y, en tercer lugar, la gente de remo o chusma, compuesta por voluntarios y forzados. Pero todos ellos, que bien se embarcaban por idealismo, por honor, por tedio, por patriotismo o por conseguir fortuna, eran iguales ante el frío, la sed, las fiebres, la locura, la desesperación, los temporales... Era una vida con infinidad de peligros.
La alimentación
El sustento y la disponibilidad de agua a bordo siempre han sido los quebraderos de cabeza de cualquier tripulación. La alimentación de la armada española durante la Edad Moderna se basó en la galleta o bizcocho de mar, un pan poco fermentado que se cocía dos veces para eliminar la humedad y evitar la descomposición. Anchoas, pasas, cebollas, aves marinas —si se lograban capturar—, quesos y pescado en salazón o menestras y guisos finos, hechos de garbanzos y arroz, eran otros productos que se consumían. Sobre el preciado líquido, según el relato del piloto Gaspar González de Leza, los españoles se valieron de la desalinización desde principios del siglo XVII.
"La verdad es que si miramos un menú era para tirarse por la borda: alimentos monótonos y que se repetían día tras día, que se pudrían con facilidad ante la imposibilidad de conservarlos frescos a bordo durante los largos meses que un navío pasaba en la mar", relata Magdalena de Pazzis. "Antes de consumirse, la carne se lavaba en el mar durante medio día para eliminar el exceso de sal, pero los marineros se quemaban la boca y sentían aún más sed. La carne era irreconocible y tenía la apariencia de trozos deformes, duros y oscuros".
La religión
Capitanes o remeros, marineros o militares, daba igual el rango del insignificante hombre ante la inmensidad del mar. Todos sentían miedo frente a las embestidas del mar o cuando divisaban las velas enemigas. En esas encrucijadas, con la muerte acechando, el único apoyo de los hombres embarcados parecía ser el divino. Dios, la Virgen y los santos eran invocados con frecuencia antes de entrar en combate o en medio de un temporal. "Y los que no eran creyentes o no sabían rezar se volvían fervientes cristianos ante la cercanía de la muerte, aferrándose a lo último que les quedaba, sus dogmas", relata la historiadora.
En casi todos los navíos viajaba un capellán, encargado de la asistencia y el consuelo espiritual de la tripulación. Todas las mañanas oficiaba misa a no ser que el tiempo lo evitara, y las oraciones, los avemarías y padre nuestros, se convirtieron en un canto de enorme solemnidad, que la dotación entonaba a coro. Había imágenes de multitud de santos y de vírgenes, pero la más popular era la del apóstol Santiago, protector y conductor de todas las operaciones militares de los Tercios.
Higiene y enfermedades
Otro de los grandes problemas de la vida a bordo fue la insalubridad: los hombres pasaban meses enteros en alta mar, y muchos de ellos no se lavaban ni aseaban en todo ese tiempo porque el agua dulce estaba reservada para saciar la sed de la tripulación. Los baños de los forzados y esclavos eran todavía peore que no tener nada: los lavaban con sal y vinagre, fregándoles las heridas con empeño.
Especialmente malas eran las condiciones higiénicas de los barcos que navegaban hasta las Indias, convirtiéndose en un foco de infección irremediable. En la sentina, la cavidad inferior del casco, se acumulaban todo tipo de aguas —de las olas, de los lavados, de limpiar los vómitos— generándose una especie de lodo. Todo esto daba lugar a hemorragias, diarreas, disentería —llamada comúnmente "delirios"—, convulsiones o avitaminosis. Los remedios no ofrecían mucha más alternativa que ungüentos, bálsamos, jarabes, sales o emplastes.
La escasez de nutrientes por la mala alimentación, sumada a la falta de higiene, generaba el clima ideal para la propagación de enfermedades como el escorbuto —con síntomas como caída de los dientes o hemorragias incontrolables—, plagas como la peste bubónica, el tifus, el cólera o la fiebre amarilla. En cuanto a las heridas de guerra, los métodos médicos se resumían en la amputación, la cauterización de las lesiones con metal ardiendo, la aplicación de apósitos con grasas animales o la maceración del vino y aguardiente.
Los cadáveres
¿Y qué sucedía cuando se registraba un fallecimiento a bordo? Lo cuenta Magdalena de Pazzis: "En caso de muerte había que arrojar el cuerpo por la borda. Se envolvía dentro de un serón o tela basta y dura, se cosía y se lanzaba al mar con un lastre de piedras o de bolaños de las piezas de artillería. Si el finado era un esclavo, simplemente lo registraba un escribano para certificar su muerte natural y, a continuación, se deshacían del cuerpo sin ceremonias ni oraciones". Los naufragios eran otra situación tremendamente mortífera, porque apenas había botes salvavidas en las embarcaciones: la mayor parte de la gente perecía por ahogamiento.