Escribir a contracorriente del fenómeno editorial de los últimos años ha puesto a José Luis Villacañas en el centro de la palestra, en el foco de todas las críticas. Le acusan de ser defensor de la Leyenda Negra por refutar en Imperiofilia y el populismo nacional-católico (Lengua de Trapo), y con la cátedra de Filosofía y no la de Historia en su currículum, el aclamado Imperiofobia y Leyenda Negra (Siruela), de María Elvira Roca Barea, donde se destripa el supuesto antiespañolismo que campa por todo el mundo desde la Edad Moderna hasta nuestros días. En una extensa conversación con este periódico a través del correo electrónico, Villacañas lanza potentes ganchos contra todo el argumentario de su antítesis y denuncia que no contribuye al mejor conocimiento de la historia, sino que está basado en el y tú más.
Parece evidente que también existen dos Españas enfrentadas por el tema de la Leyenda Negra. ¿Cómo hemos llegado a esta situación?
No estoy seguro de que existan dos Españas sobre este asunto. Al menos yo no estoy en la otra. Creo que este es un debate bastante estéril en sí mismo. Hubo Leyenda Negra, pero ya no la hay. Fue una guerra de propaganda que acabó cuando España fue derrotada. No creo que España se conozca mejor negando o afirmando la Leyenda Negra. El último homenaje, completamente estúpido, que se le hace a la Leyenda es pensar que constituye un parámetro de conocimiento. No lo es. Decir “sí” donde ella dice “no”, no hará que nos conozcamos mejor. Negar con furia una propaganda antigua no es aumentar nuestro conocimiento, sino renovar un combate a destiempo que siempre estuvo mal planteado y a nuestra contra. Así que me parece que poner en circulación este asunto es parte de otra guerra de propaganda, una arcaica, que no responde ni a nuestros intereses hoy, ni a las formas de ganar prestigio y respeto propias de una sociedad moderna. Yo no he intervenido contra una historiadora, sino contra una intervención política e ideológica de calado que juzgo perniciosa para mi país.
¿Como definiría la Leyenda Negra?
Fue un arma eficaz en una guerra civil europea. Fanatizó a muchas poblaciones combatientes contra la Monarquía. Comenzó cuando Alba inició su política al frente del Tribunal de los tumultos en 1567, con la muerte de Egmont, el desmantelamiento del partido de Eboli, la prisión del príncipe Carlos, el asunto de Antonio Pérez. Fue también efecto de una lucha interna al Consejo de Estado y entre diversas visiones cortesanas sobre la política a seguir en los Países Bajos. Ya hubo una cierta campaña europea con motivo de los grandes autos de fe de Sevilla y Valladolid de la década anterior. Europa se escandalizó ante la escena en la que el Inquisidor General, en la plaza de Valladolid, pusiera a Felipe II de rodillas y le hiciera jurar el Reglamento del Santo Oficio como ley superior de la monarquía. Eso fue visto en buena parte de Europa como una tiranía intolerable de los frailes, la élite más detestada de la modernidad.
¿Y acaba...?
... más o menos con el tratado de Westfalia (1648), cuando la Monarquía dejó de ser la potencia hegemónica y ya no tuvo capacidad de intervenir en el escenario internacional con peso decisivo. Durante esa parte de la guerra civil europea, en el tiempo de Carlos V, no cristalizó nada parecido a una propaganda bélica organizada, fue un tiempo lleno de ambivalencias y de expectativas ambiguas. La Leyenda surgió con Felipe II, cuando la Monarquía se enfrentó a Inglaterra, una parte de Flandes y de las Provincias Unidas, a Suiza y a las potencias reformadas de Alemania y Hungría, pero también a los fueros aragoneses y amenazó las libertades catalanas. Entonces la situación era desesperada para todos estos poderes europeos por una razón: Felipe II fue testigo y actor de la operación decisiva que anheló Carlos V; a saber, llevar la guerra civil a Francia. Neutralizado París con las guerras de religión, la victoria de Madrid sobre Europa entera se veía posible. Ese es el tiempo álgido de la Leyenda.
Negar la Leyenda Negra no es aumentar nuestro conocimiento, sino renovar un combate mal planteado
Después no debemos confundir la Leyenda con un conjunto de esos arquetipos populares negativos, que son habituales entre los pueblos europeos. Tampoco con las constataciones generales y evidentes, primero de la decadencia española y luego de cierto atraso respecto a las potencias del norte, un hecho que no admite discusión. La Leyenda negra fue parte de aquella guerra. Y quien la trae al presente es porque se ve dentro de una guerra más o menos parecida a aquella. No llego a comprender qué intereses reales pueden tener quienes así perciben la realidad. Seguro que no son los de la mayoría de los españoles.
Usted está en boca de todos por refutar el libro de Roca Barea. ¿Por qué lo ha hecho y por qué lo define como “dañino y peligroso”?
Porque España no está en una guerra contra el Humanismo, la Reforma, la Ilustración o el Liberalismo; porque no está en una guerra contra los valores modernos, y porque no alcanzo a ver los intereses de los que creen que sí lo estamos. No creo que estemos desesperados y no tenemos que adoptar las posiciones bélicas ni invocar a un enemigo para llenarnos de ardor guerrero. Es posible que yo esté un poco distraído y que en verdad estemos en guerra y no me haya enterado. Pero si agudizo un poco la atención, los únicos detalles molestos que se parecen en algo a una guerra son más bien los que enfrentan a españoles entre sí. Ahora bien, crear esas divisiones es la peor de las estrategias para enfrentarse a un hipotético malvado y contumaz enemigo que nos violenta con sus Leyendas.
En suma, el libro de Roca es dañino porque divide a los españoles al poner en circulación una ideología que sólo podría tragarse quien comulgara con ruedas de molino y que está al servicio de intereses confusos y curiales. Y es peligroso porque lo hace bajo el pretexto de devolvernos la autoestima y la grandeza de nuestra historia, halagándonos con esa pasión. Lo que produce a su paso es un suicidio de la inteligencia, un desconocimiento de nuestra historia, un espíritu más bien histérico y reactivo, un conjunto de compensaciones psíquicas que nada tienen que ver con el principio de realidad ni con la capacidad de buen juicio.
En caso de que de verdad alguna vez estemos en medio de un conflicto serio, en fin, ese libro promueve el tipo de subjetividad a la que yo no confiaría la dirección de las cosas. Pondré un ejemplo: la reacción del Sr. Borrell ante un prestigioso periodista alemán fue la propia de un lector de este libro. La cualidad más importante de una élite es primero conocer a su gente y luego reconocer bien y respetar al que tiene enfrente, amigo o enemigo. El libro de Roca no hace ni una cosa ni la otra. Lo que me hace preguntarme si no buscará el mismo efecto que buscaron en un día lejano los que forjaron la Leyenda Negra contra España, a saber, fanatizar a la gente sencilla con obsesiones absolutas. Pero ellos veían venir a la mayor flota de la historia con la idea de subir Támesis arriba, o a los Tercios que acogían a todos los mercenarios del mundo. Nosotros no estamos precisamente ahí.
Son muchos los que le acusan ahora de estar a favor de la Leyenda Negra...
Eso forma parte de su actitud bélica, tal y como se despliega en una publicidad insana, fruto de las nuevas tecnologías. Yo trabajo con entrevistas largas, porque quiero formar un juicio. La guerra mediática en la que se mueven los seguidores de Roca es de naturaleza agresiva, no explicativa. Quien le haga frente, aunque sea con un libro moderado, debe saber que se verá sometido a simplificaciones injustas, pues defender la Leyenda Negra es llamarte traidor, antiespañol, en fin, las cosas que antiguamente se resolvían en duelo de honor. Ya lo anuncié en mi libro Populismo, que gustó mucho porque todo el mundo pensaba que denunciaba a los populismos de izquierdas. Y lo hacía. Pero en él avisé de dos cosas: que el verdadero populismo vigente era el independentismo catalán y que lo peligroso en España iba a ser el populismo que vendría por la derecha.
El manual de ese populismo es el libro de Roca Barea. Además, parece que sus seguidores —no sé si ella misma— disfrutan en ambientes tensos de hostilidad. Así que de la misma manera que sitúan a los países europeos con enemigos, parece que tienen que interpretar mi posición crítica del nacional-catolicismo del libro, y de la imperiofilia hispana, como si yo estuviera del lado del enemigo. He escrito miles de páginas sobre la historia de España y me gustaría que me dijeran dónde he defendido la Leyenda Negra. Creo que es de ciegos ignorar que yo busco producir una hispanofilia respetable, alternativa, capaz de ser aceptable para interlocutores imparciales, e incluso de ser atendida por los que se dejan llevar por prejuicios. Esa hispanofilia alternativa pasa por ofrecer una versión de nuestra historia que no esté reñida con la verdad, de tal manera que se pueda reconocer cuando España no llevó razón.
Continúe...
Si a todo el que asume que los poderes hispanos se embarcaron en causas ilegítimas, o que desplegaran algunas de forma equivocada, se le hace partidario de la Leyenda Negra, entonces ya ha triunfado el espíritu clerical y dogmático que vive de la idea de que España siempre llevó razón. Pero unas veces lo hizo y otras no, entre otras cosas porque España no es un actor histórico. Lo son sus élites dirigentes. Si uno asume que estas no pueden equivocarse ni ser discutidas, entonces asume respecto de la historia una posición incompatible con la que asume en nuestra vida democrática. Eso es aceptable para los que creen en la infalibilidad del Papa. No para los que juzgan las cosas de este mundo. Nuestra relación con la historia afecta de forma profunda al espíritu de nuestra política. Tal es nuestra historia, así nuestra política. Ambas tienen que ver con la capacidad de juzgar situaciones singulares y concretas.
El libro de Roca, que no reconstruye nunca contextos concretos, bloquea la posibilidad de juicio y se mueve entre abstracciones. Siempre tuvimos razón, con independencia de todo lo demás. Al fin, el efecto que produce es letal para la democracia: que nuestras élites siempre tuvieron razón es una invitación a la aceptación incondicional y a la obediencia dócil. Por eso digo que el libro de Roca no posee espíritu constitucional alguno, aunque firme todos los días manifiestos en defensa de la Constitución. Un libro que dice que los pueblos prosperan solo cuando siguen a pie juntillas a sus sacerdotes, está escrito por una persona que tarde o temprano manifestará un espíritu antidemocrático. Porque el acuerdo entre la democracia y las elites sacerdotales no es ni eterno ni necesario. Es más, a veces es muy difícil y desde luego en nuestra historia raro.
¿Cuál cree que es la razón del éxito de Imperiofobia?
Creo sinceramente que se debe a dos cosas, aparte del apoyo masivo, constante, general de todos los grandes medios de comunicación. Primero al problema catalán, porque sin él quizá el libro no existiría. Toda una parte del libro, subliminalmente, está pensado para impactar a un lector que está angustiado por el problema catalán. Por supuesto, ciertos dirigentes independentistas han generado un discurso diseñado para humillar de un modo u otro a los españoles. Eso ha sido terrible y comprendo que haya dolido a millones de españoles. A mí también. Cada uno ha buscado compensaciones de esa frustración y desconsuelo.
Heridas de este tipo se taponan superficialmente mediante autoafirmaciones. Y creo que eso es lo que ofrece de forma masiva el libro de Roca, autoafirmaciones que en una situación de estrés son más bien pulsionales. Eso se ve muy bien en un hecho: quienes han alabado el libro, todos ellos, han sido luego actores muy protagonistas en las manifestaciones catalanas en defensa de la unidad de España. No es un azar. ¿Alguien cree que un fenómeno de masas entre 2016 y 2019 no va a estar atravesado por el problema catalán? Es imposible. Ahora bien, el libro no solo es una denuncia de las oligarquías de los pequeños pueblos de botiguers. Es también una pedagogía para despreciar a nuestros socios y amigos europeos. Y esto es más preocupante. Porque resulta evidente que si algo ha detenido el proceso independentista ha sido la firme decisión a favor de España de los grandes países europeos, justo a los que cortejaba el independentismo. Tanto es así que han puesto a Borrell de ministro de Exteriores de la Comisión.
¿Era esta declaración de enemistad a Europa un argumento preventivo para el caso de que una vez más se mostrara poco sensible a España? Creo que sí. Ahí se confiesa el reflejo franquista de este libro que confunde el presente con los tiempos en que Franco firmaba sentencias de muerte y Europa nos daba la espalda. Eso se apreció cuando los jueces flamencos (curiosidades de la historia, los defensores de Felipe II), y luego los alemanes, se negaron a extraditar a Puigdemont. Ese fue el momento en que en la redes sociales el libro de Roca fue citado con más intensidad y fervor.
¿Y la segunda?
La carencia real de miradas sobre España capaces de ofrecernos una intuición viva de nuestro pasado con relevancia existencial, con enseñanzas relevantes sobre nuestra capacidad de juicio de la actuación de las élites, con capacidad formadora de nuevas elites. La Universidad no fomenta este tipo de ensayos, porque nadie obtiene beneficios académicos con ellos y porque implica una comprensión de la figura del historiador un poco más compleja que la que se ha impuesto en la vida académica española.
Siguiendo el hilo del tema catalán, asegura en su obra que Imperiofobia es la “respuesta nacionalista española a los excesos del nacionalismo catalán”. Explique esto teniendo en cuenta que en libro de Roca Barea no hay ninguna mención a este aspecto.
Este es el problema. El libro de Roca está pensado desde el problema catalán, pero no lo menciona ni lo analiza. Sin embargo, fomenta una mentalidad que impide la comprensión del asunto y refuerza reacciones impulsivas, pues en el fondo exhorta a mostrar sin complejos ni culpa la superioridad de los pueblos imperiales sobre las pequeñas minorías dirigidas por oligarcas atrasados que tienen en nómina un conjunto de intelectuales bien pagados para legitimarse. El retrato de Cataluña es subliminal, pero efectivo. Ahora bien, el libro de Roca es interesante porque da herramientas para hostigar al nacionalismo catalán sin caer en la acusación de que ella promueve un nacionalismo español alternativo. Por eso ofrece la idea de España como Imperio.
Los imperios no son nacionalistas, desde luego. Están abiertos al progreso, al comercio, a la evolución, frente a las oligarquías que oprimen a su gente y fundan los prejuicios negrolegendarios contra el pueblo superior imperial. Al supremacismo nacional de algunos independentistas catalanes, fervientes amantes de la separación, ella opone la gran vía de los pueblos imperiales, amantes de uniones supranacionales, de la fusión de etnias, de la creación de nuevas elites, de los cambios culturales. Que todo eso se atribuya a la Monarquía hispana es un poco extraño. Claro que algunos imperios son a veces eso. Pero producen esos efectos sobre los demás. El núcleo duro imperial rara vez cambia, y por eso fueron las elites de Castilla, instaladas en los Consejos, siempre, las que manejaron el gran dominio hispano.
El libro de Roca es interesante porque da herramientas para hostigar al nacionalismo catalán sin caer en la acusación de que ella promueve un nacionalismo español alternativo
Pero la Monarquía hispana fue un gran dominio mundial (que no es exactamente un Imperio) y creer que aquello que fue tiene relevancia para lo que somos ahora es la forma específica del nacionalismo español. Franco y la Falange (en la que militó de joven el intelectual que de lejos inspira el libro de Barea, Gustavo Bueno, como en Vox milita ahora el que escribió el libro que inspiró a Roca, Iván Vélez) se organizaron ideológicamente alrededor de esa idea imperial, como los tradicionalistas de Maeztu se organizaron alrededor de la idea de Hispanidad. Ahí estuvo el denominador común del nacional-catolicismo español. Así que sí, este es el nacionalismo español fruto específico del franquismo (que no tiene nada que ver con la nación liberal que se intentó forjar en el siglo XIX ni con el tradicionalismo hispano prefranquista de procedencia carlista).
Y todavía más fruto del franquismo es que la función imperial de España, según se desprende del libro de Roca, es acompañar y apoyar al único imperio de verdad existente, los Estados Unidos (y en menor medida respetar a Rusia). Este es el momento crucial del franquismo, su novedad, cuando por fin logra olvidar el raído nacionalismo autárquico de la Falange y ponerse al servicio de Eisenhower. Por eso no estamos ante el tradicionalismo español. Estamos ante la reedición de aquel específico pacto de elites centrales bajo inspiración norteamericana que constituyó el tardofranquismo y produjo la parcial modernización española que sentó las bases del presente.
También dice que la manera de Roca Barea de combatir la Leyenda Negra es atacando, poniendo el foco sobre las atrocidades cometidas por otros imperios. No profundiza en la historia de España.
Esa es la verdad. Ella promete darnos una verdad de España, pero lo que nos acaba dando es una cierta historia de cómo los países protestantes se han opuesto al catolicismo. Leyenda Negra imperiofóbica acaba siendo no tanto hispanofobia, sino católico-fobia. Yo, que me he criado en el seno de la Iglesia católica, soy imperiofóbico, hispanofílico y guardo respeto por muchos sacerdotes amigos de la Iglesia católica, aunque menos por su jerarquía. En todo caso, acerca de las persecuciones de católicos en Inglaterra o en Alemania, de eso sí que nos enteramos y eso sostiene su relato. Por supuesto Roca se enoja como si los bienes que los reformados secularizaron de las propiedades de los conventos se los hubieran quitado a ella.
Al final, lo que acabamos sabiendo es que España debía hacer suya la defensa de la Iglesia romana y en el fondo ese es el contenido real de su idea de imperio. Por supuesto, esta idea no incluye la formación de una idea nacional. Y es verdad. La idea nacional no inspiró a la Monarquía hispánica. Puede que no estemos vinculados a esta idea en la actualidad, pero en el tiempo de la Monarquía esta desvinculación era parte de una comprensión arcaica, medieval y universalista de las relaciones iglesia/poderes públicos y no un síntoma de actualidad.
¿Por qué el Imperio español, que tanto poder tenía, no fue capaz de ofrecer un contrarrelato a la propaganda vertida por sus enemigos?
En realidad esta es una pregunta muy compleja, que tiene que ver con muchas cosas, sobre todo con la relación entre las élites políticas y las funciones de las élites intelectuales hispanas. Los gobernantes de la Monarquía hispánica de la época de Felipe II (la situación es mucho más compleja en la época de Carlos V) están atravesados de providencialismo, casi de predeterminismo teológico. Para esta concepción, la acción humana significa poco y la historia nada. Felipe creía que escribir historia era una debilidad, una vanidad, una soberbia que implicaba pensar que la acción humana es determinante. La modernidad tiene que ver con esa capacidad del ser humano para autoafirmarse con tesón. Felipe pensaba que la historia estaba dirigida por Dios y no había sino que asumir las consecuencias. Así que no permitía que se escribiera historia en su época. Por supuesto, había intelectuales que tenían sus percepciones críticas sobre la política de la Monarquía, pero no había condiciones para el disenso abierto.
Roca Barea promete darnos una verdad de España, pero lo que nos acaba dando es una cierta historia de cómo los países protestantes se han opuesto al catolicismo
Por eso urge hacer una historia adecuada de la inteligencia española, resaltar sus momentos de lucidez y de patriotismo, y mostrar su sentido crítico, insobornable aunque sutil y contenido. Desde nuestras condiciones de libertad tenemos que reconstruir esa conciencia crítica de los propios actores, de los intelectuales contemporáneos, esa conciencia de que España no siempre tenía razón, pero puesta al servicio de su mejora ante sí misma y el mundo. Ese es mi proyecto intelectual en una serie de libros. Han salido dos volúmenes de La inteligencia hispana y preparo el tercero para el otoño.
Lamentablemente, nada de eso se analiza en el libro de Roca Barea. Por eso me pregunto: ¿cómo se puede conocer la realidad de la política de la Monarquía sin citar ni una sola vez a sus ministros más reconocidos por toda Europa? Así que responderé a su pregunta con sencillez: los intelectuales y actores más agudos de la Monarquía no estaban convencidos de que se llevara la dirección política adecuada. Los que podían escribir la historia tuvieron que callarla o escribir con reservas. Todavía Mariana tuvo que acabarla antes de la llegada del reinado de Fernando el Católico, ya un siglo antes. Y no se le perdonó cuando analizó el presente. Acabó en la cárcel.
La conquista de América es uno de los pilares de la Leyenda Negra. Usted escribe que “la implantación de la civilización hispana fue un trauma poblacional”. En un año en el que se reivindica a Hernán Cortés como pionero de la globalización, ¿por qué sigue sin haber un relato medianamente indiscutible sobre la conquista?
Bueno, eso fue sólo cuando la Leyenda Negra funcionó. Durante la primera mitad del siglo XVI, Hernán Cortés fue para toda Europa el caballero arquetípico y las ediciones europeas de sus Cartas de Relación se multiplicaron. En efecto, una cultura que se había formado en los ideales heroicos de los libros de caballerías, en las que un caballero solitario conquistaba Constantinopla o los míticos reinos orientales, vio que precisamente esto es lo que sucedía en México. Aquello fue una novedad que admiró a toda la cultura cortesana de la primera mitad del siglo XVI.
La presencia de Hernán Cortés en México desencadenó una alteración de las condiciones de vida en Centroamérica que llevó a una catástrofe poblacional
Respecto a su pregunta, por supuesto, no creo que Hernán Cortés sea un genocida. Sería anacrónico calificarlo así. No había en él la voluntad de exterminar pueblos por consideraciones raciales. Pero su presencia desencadenó una alteración de las condiciones de vida en Centroamérica que llevó a una catástrofe poblacional, aunque no tan grande como la del Caribe, que fue letal, hasta el punto de que no quedó un indígena en las Islas. Eso no ocurrió en tierra firme, desde luego, pero la población descendió hasta extremos que no conoció Europa a pesar de la Guerra de los Treinta años. Ahora bien, debemos recordar que quien peor trató a Cortés fue la propia Monarquía y la gran aristocracia peninsular. Ni Carlos ni los grandes de España deseaban una alta nobleza en América, que podría ser competidora o llevar a la independencia. Todos los informes hablaban de Cortés como un verdadero rey para los indígenas y eso alarmó a la corte.
El caso es que pronto se prohibieron las ediciones de sus Cartas de Relación y se le entretuvo en empresas estériles. Mientras en Europa causaban sensación sus hazañas, en España no se podían leer. Uno de sus secretarios, Francisco López de Gómara, escribió su crónica, pero ya sin su nombre y una vez muerto Cortés. ¿Por qué no hay una historia medianamente indiscutible de aquello? Porque ninguna historia es indiscutible. En el caso de las sociedades post-coloniales porque los sujetos que escriben la historia ya son diferentes, los dominadores y los dominados, y escribirán desde perspectivas diferentes. Pero sobre todo porque la historia nunca es indiscutible. Agudiza el juicio para hacerse cargo de circunstancias concretas de acción, y enseña a analizar las situaciones complejas, y siempre se puede ampliar el contexto, aportar matices. Lo importante es que se dote de persuasión interna y aporte inteligencia del pasado potencialmente relevante para el presente. La sustancia moral de la historia es comprender a otros en su valor intrínseco. Eso no impide la discusión, pero sí prohíbe la pulsionalidad.
Sobre la Inquisición dice que la Leyenda Negra es estéril no porque invoque hechos más o menos verídicos, sino porque no ofrece una interpretación útil de lo que ha significado en nuestra historia. ¿Cómo habría que abordar entonces el papel del Santo Oficio?
En efecto, la cuestión que plantea Roca Barea es quién mató más, si la Inquisición española o las otras Inquisiciones. Creo que esta es la peor forma de encarar el asunto. Primero porque sólo la Romana tras Caraffa fue comparable institucionalmente a la española. La defensa que hace Roca de la Inquisición y de sus prácticas, diciendo que es un mito, es sencillamente desvergonzada, como esa defensa de la tortura en sesiones de quince minutos. Sobre todo, cuando pretende convencernos de que no había antisimetismo en ella, ni en la política de la Monarquía, ni en la sociedad hispana. No se entiende la historia de España sin la fisura entre cultura conversa y cultura hidalga y basta saber a quién persiguió la Inquisición para hacer la nómina de la cultura conversa.
A pesar del número elevado de víctimas específicamente de estirpes judías (cerca de las 20.000 entre 1481 y 1518), el efecto fundamental de la Inquisición fue la forma en que construyó la comunidad social y política, basada sobre la exclusión de toda crítica, la sospecha generalizada dirigida al que destaca, la discriminación negativa, la descalificación del que tiene un camino propio, la desconfianza generalizada ante el potencial delator anónimo, la inseguridad jurídica (pues la Inquisición podía desatender cualquier ley particular). Es lo que he llamado comunidad negativa: se forma parte de ella mientras no eres investigado, y solo destaca quien es procesado.
La defensa que hace Roca de la Inquisición y de sus prácticas, diciendo que es un mito, es sencillamente desvergonzada, como esa defensa de la tortura en sesiones de quince minutos.
Para entender el efecto perverso de la Inquisición, hemos de recordar que se empeñó en dividir una sociedad que llevaba siglos mezclándose. Sólo el más humilde los pecheros no llevaba sangre judía en España (como mostró Bobadilla en su Tizón de la nobleza española) y sólo el más insignificante, o el que aspiraba a pasar desapercibido completamente, el más conformista y dócil, sólo ese estaba libre de sus investigaciones. Comenzó con la promesa de ser una Inquisición General temporal y se convirtió en es un estado de excepción permanente que forjó la conciencia y las prácticas durante casi tres siglos y medio. En realidad, fue el control de élites más intenso que se ha forjado en una época en que en otros sitios proliferaba la competencia entre ellas. Y eso permitió la inmovilidad de la elite dirigente hispana: las órdenes religiosas dominaron hasta bien entrado el siglo XIX. Y en la educación hasta mucho más tarde, si es que no lo siguen haciendo.
¿Por qué da la sensación que la derecha sabe utilizar mucho mejor la historia como arma política que la izquierda?
La derecha ha sido más sutil e inteligente que la izquierda por una sencilla razón: esta se ha centrado en la II República, que es el momento histórico que más divide a los españoles y con el que ningún español sensato y razonable, si conoce un poco los defectos de aquel régimen, desearía identificarse. Nadie en su sano juicio querría regresar a un momento del que mana miseria, inquietud, inestabilidad, improvisación, incompetencia y finalmente desemboca en una tragedia.
Por supuesto que se debió dar reconocimiento y honra a los españoles que murieron en los dos bandos y que es una vergüenza que centenares de miles de familias no sepan donde están sepultados sus mayores, caídos por la República. Pero eso debió ser parte del acuerdo de Estado de la Transición y la historia no dejará de preguntarse por qué un líder como Felipe González, con una mayoría absoluta continua y aplastante, no intentó dar satisfacción moral al pueblo español, ni le permitió expresar la piedad por tantas víctimas de una España equivocada y violenta.
Cuando se intentó generar una memoria histórica ya sin posiciones de hegemonía, la derecha reaccionó con los intentos de revisión histórica de Pío Moa, pero pronto se dio cuenta de que mantener o profundizar en el enfrentamiento civil no era útil ya. Era preferible forjar una idea mítica de la grandeza de España, diseñada a la medida de la gente sencilla que se siente satisfecha de su vida y de su país. Ciertamente, halagar la vanidad, la autoestima, el narcisismo es más eficaz e integrador que regresar a la cuestión de la Guerra Civil. Ahí la derecha ha sido más lista. Si divides a la gente en roja y azul te quedas con una parte y corres el peligro de que la parte roja se vaya con los independentistas de Cataluña. Pero si te opones a la grandeza de España, y la identificas con fenómenos que todavía vemos todos los días, como su riqueza patrimonial, su monumentalidad, sus costumbres mayoritarias (Semana Santa, toros), entonces eres sencillamente un antiespañol. Es mucho más efectivo, integrador y trasversal, sobre todo cuando se trata de abordar el problema catalán. Yo llamo la atención contra ese defecto, darse por satisfecho demasiado pronto.
Siga, siga.
Esa es para mí la divisa de lo que queda en pie de eso que un día se llamó izquierda. Aquí hay una clave. No hay un concepto unívoco de izquierda ni puede haberlo. La derecha lo tiene porque conservar la realidad tal y como está es más fácil de identificar. Cambiarla es más complicado. Todo depende del buen pulso de la crítica, del juicio. Ahora bien, para poner en marcha esta divisa y apoyarla en una percepción histórica es preciso identificar en cada generación de españoles aquellos que no se dieron por satisfechos demasiado pronto. Los que quisieron ir un poco más allá, mejorar algo, en cada terreno.
Basta reflexionar un poco para darse cuenta de que es contradictorio ejercer la conciencia crítica y crear mitos al mismo tiempo. Por eso la derecha, que busca imponer la idea de que debemos estar satisfechos con las cosas tal y como están, son más afines a la producción de mitos. Creo que el único camino que le queda al campo progresista es una mirada democrática sobre la historia, que muestre la pluralidad de posibles personajes inspiradores de las cosas que podrían mejorar, de personas con buen juicio y criterio que supieron avanzar sin llevar a los españoles a un conflicto retardatario. La izquierda posiblemente no pueda tener mitos. Pero también ha perdido de vista la vieja tradición republicana castellana que identificaba lo ejemplar en los “claros varones” y mujeres ejemplares de Castilla. Esa sobria y veraz forma de ser que se ha refractado en tantos españoles ejemplares, esa quizá es la opción. ¿Quién piensa en eso en el presente? No creo que lo haga el libro de Roca.