"Hay un paso del océano Atlántico al Pacífico. Lo sé; conozco el sitio. Dadme una escuadra y, en beneficio vuestro, llegaré a él; y, de este a oeste, daré la vuelta a toda la Tierra". Estas palabras las pone el curioso y detallista Stefan Zweig en boca de Fernando de Magallanes, el descubridor desdeñado por el rey de su patria, Portugal, y escuchado con suma atención por el joven monarca del país vecino, el emperador Carlos V, quien queda prendado al instante por esa aventura magna.
El navegante luso, despachado de la corte portuguesa del rey Manuel con desidia y sin ser tenidas en cuenta sus peticiones ni ofrecimientos —paradójicamente, el encuentro, saldado con un resultado similar, se realizó en la misma sala en la que Juan II había recibido unos años antes a Cristóbal Colón—, se siente impulsado por la realización personal, por la nueva libertad; y no va a ver frenada su empresa de abrir una ruta marítima hasta las Indias por Occidente, bordeando América; y no rumbo Oriente, por el derrotero de África.
En comandita con el cosmógrafo Ruy Faleiro, también caído en desgracia en su patria, Magallanes planifica con su habitual discreción un itinerario estudiado en profundidad, controlando hasta el más mínimo detalle. Y con este "plan secreto" y atrevido se planta en España, en Sevilla, donde hace su proposición al Consejo de la Corona y convence con sus argumentos —diciéndole que las tierras descubiertas quedarán en la zona correspondiente a España según la repartición del Tratado de Tordesillas— al excitado emperador, quien el 22 de marzo de 1518, y en nombre de su madre Juana, incapacitada por su supuesta locura, firma de su puño y letra la Capitulación, el compromiso con los dos aventureros portugueses.
¿Pero en qué consiste concretamente la empresa de Magallanes, hombre misterioso y poco amable? ¿Por qué afirma con semejante rotundidad ser el conocedor de la ruta que se ha tragado a multitud de barcos antes de su intento? ¿Cuál es la novedad que no permite dar ni una mínima pincelada de su enigmático plan? En esencia, su propósito no es original: llegar a las Islas de la Especiería por el oeste, como ya intentaran Colón antes de toparse con América, o Américo Vespucio recorriendo la costa americana hacia el sur. Entonces, ¿por qué el navegante portugués, curtido siete años en los mares de las Indias, donde fue herido hasta en tres ocasiones, asegura el cumplimiento de lo imposible?
La ventaja fundamental con la que contaba Magallanes era haber tenido acceso a la Tesorería de Lisboa, el archivo secreto del rey Manuel, en el que se guardaban mapas de las costas, portulanos y las libretas de a bordo de las últimas expediciones a Brasil. Allí, rebuscando, pudo estudiar un mapa elaborado por el famosos cosmógrafo alemán Martin Behaim, que prestó sus servicios a Portugal hasta su muerte en 1507, en el que se detallaba un estrecho de comunicación entre el Océano Atlántico y el Pacífico.
De este hecho dejó constancia el noble italiano Antonio Pigafetta, embarcado en la expedición de Magallanes, de quien era confidente, en sus memorias de los tres años de odisea marítima, La primera vuelta al mundo (Alianza): "Si no fuese por el saber del Capitán General, no se hubiese pasado por este estrecho, porque todos creíamos que estaba cerrado; pero él sabía que debíamos navegar por un estrecho muy escondido, habiéndolo visto en un mapa guardado en la Tesorería del Rey de Portugal, y hecho por Martín de Bohemia (sic), hombre excelentísimo".
Una hoja en alemán
Los interrogantes, no obstante, se reproducen: ¿de dónde sacaron Behaim y el profesor alemán Johannes Schöner, que en 1515 también había dado forma a un globo terráqueo incluyendo dicho estrecho, la existencia de un "paso" al sur; más aún teniendo en cuenta el secretismo que imperaba en todas las cortes europeas? La respuesta se halla en una hoja en alemán, según explica Stefan Zweig en su fantástica y hechizante biografía sobre el descubridor luso, Magallanes. El hombre y su gesta —reeditada ahora por Capitán Swing con motivo del V centenario de la gesta—, que tenía el carácter de un informe que el comercio de Portugal presentó a principios de siglo a los grandes mercaderes de Aubsburgo.
"En un alemán espeluznante se da noticia de que un buque portugués, ceca del grado cuarenta de latitud, ha encontrado un cabo, correspondiente al de Buena Esperanza, y que, dando la vuelta a ese cabo, se ha visto que detrás, en dirección de este a oeste, hay un ancho paso, parecido al estrecho de Gibraltar, que comunica con el otro mar, de modo que es cosa fácil por ese camino alcanzar las Molucas, las Islas de la Especiería", narra Zweig.
De ser así, Magallanes, que halló la muerte de forma insensata en Filipinas, habría sido una suerte de usurpador de un descubrimiento que habían realizado otros, pero cuando en enero de 1520 su expedición navega por la ansiada zona, se da de bruces con la realidad: el canal de comunicación al Pacífico no es más que la inmensa desembocadura del río de la Plata, de tamaño incomparable a los que se conocían entonces en Europa. Las creencias del almirante luso para alcanzar las Indias eran erróneas al estar basadas en los datos imprecisos de la desconocida expedición portuguesa, y reproducidos por Behaim y Schöner. Tendría que navegar mucho más al sur para encontrar el verdadero objetivo, su estrecho.
"Nunca Magallanes hubiera podido persuadir a un monarca para que le confiara una flota si, con seguridad ingenua, no hubiera puesto fe en aquel mapa erróneo de Behaim y en aquellos informes fantásticos de los pilotos portugueses", reflexiona con precisión Stefan Zweig. "Solo porque creía conocer un secreto le fue posible a Magallanes descifrar el secreto geográfico más grande de su época. Solo porque se entregó con toda el alma a una ilusión transitoria descubrió una verdad permanente".