Ya iniciado el golpe de Estado de 1936, Juan Félix Molina Treviño, cura económico de Almedina (Ciudad Real), decidió celebrar una misa en memoria de José Calvo Sotelo, el líder de la derecha monárquica y protomártir de la sublevación, que había sido asesinado unos días atrás. Los elementos revolucionarios, al tener constancia de esta ceremonia, asaltaron la casa del religioso, que se vio obligado a refugiarse en su pueblo natal, Montiel, a una decena escasa kilómetros. Allí, en vez de gozar de seguridad, fue objeto de malos tratos y crueles palizas a manos de sus paisanos, quienes le arrancaron un ojo. El día 13 de septiembre, junto a otros nueve vecinos, fue arrojado todavía con vida a la mina La Jarosa, de varias decenas de metros de profundidad.
En ese mismo pueblo manchego, a instancias y con la participación del alcalde socialista y el presidente de la Casa del Pueblo, el párroco Gabriel Campillo Sánchez fue otro de los miembros del clero local torturado y sometido a una muerte escalofriante, según los testimonios: "Desnudo completamente y atado con fuertes ligaduras, le arrastraron por las calles del pueblo, aplicándole después velas encendidas, cortándole el brazo derecho y dándole a beber orines en la ardiente sed de su agonía. Fue rematado al fin por seis tiros de una pistola, descargados en la cabeza".
Estos relatos son solo dos ejemplos de las matanzas y el anticlericalismo que se extendió por Ciudad Real, donde los conatos de rebelión fueron prácticamente irrelevantes, en los primeros meses de la Guerra Civil. Del 19 de julio al 31 del mismo mes, sin ir más lejos, en la fase denominada de violencia caliente, la población religiosa registró un balance de 61 víctimas, es decir, el 38,85% de los muertos en estos primeros compases de la revolución, un porcentaje elevadísimo teniendo en cuenta que curas, sacerdotes y miembros de distintas órdenes apenas suponían el 0,20% de los habitantes de la provincia.
El fenómeno de la represión tras las líneas de la zona controlada por las fuerzas de la Segunda República se indaga en Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española (Galaxia Gutenberg) —el 16 de octubre en librerías—; una vasta, absorbente y detalladísima investigación de Fernando del Rey, catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la Universidad Complutense de Madrid. En la obra se analiza la "política de limpieza selectiva" que estalló como respuesta a la insurrección militar y su fracaso parcial: un baño de sangre en el que hubo "escasa espontaneidad" y "mucho cálculo racional y premeditación", inspirado por los comités y las milicias armadas que se adueñaron del poder político y del control del territorio.
Al contrario que otros estudios anteriores, Del Rey se ha centrado en una zona concreta —la provincia de Ciudad Real, un prisma más rural— para calibrar la envergadura y el significado de unos crímenes en los que participaron anarquistas, republicanos, comunistas y sobre todo socialistas que se manifestaron especialmente sangrientos contra los religiosos —un total de 223 fueron asesinados durante la guerra: 125 pertenecientes al clero regular y 98 al secular—. ¿Pero cómo se explican las causas de este odio tan concreto? ¿Era simplemente una aversión a la religión, a los privilegios de sus miembros o había algo más?
"Como en otros países de nuestro ámbito, el mundo católico se erigió desde principios de siglo en una seria alternativa política al orden existente, primero frente al liberalismo y, más tarde y sobre todo, frente a los aires secularizadores y laicistas que trajo la Segunda República", explica el historiador a este periódico. "Sostengo que el anticlericalismo destructor desplegado en la guerra de 1936-1939 tuvo mucho que ver con el hecho de que la Iglesia católica inspirase la principal fuerza conservadora —la CEDA— en los años de la República en paz. Una fuerza capaz de movilizar a millones de españoles en aras a la conquista del poder por vía electoral. Esta circunstancia supuso un desafío frontal para el marco institucional levantado en el primer bienio por los gobiernos republicano-socialistas, por cuanto que la CEDA apostó abiertamente por una reforma constitucional".
Es decir, cuando Franco, Mola y compañía iniciaron el golpe de Estado, el clero, por su vocación derechista, pasó a ser visto como una especie de cómplice inequívoco de la sublevación. Por regla general, los monjes y sacerdotes fueron fusilados siguiendo el procedimiento habitual utilizado con otras víctimas de las esferas política y social, pero de algunos relatos se desprenden prácticas especialmente brutales, como la sufrida por el religioso Especioso Perucho Granero, detenido en Campo de Criptana y cuyo cuerpo fue hallado con la ropa quemada en la parte baja del vientre.
¿Y qué sucedió con los incendios de iglesias y la iconoclastia? "En la provincia que he investigado, aunque sólo aludo tangencialmente al fenómeno, de las 98 localidades censadas casi ninguna se libró de la oleada destructiva, plasmada en la quema de imágenes y mobiliario religioso y en la destrucción parcial, y en varios casos total, de templos, conventos y otros edificios de la Iglesia", expone Fernando del Rey, autor de otras obras sobre la Segunda República.
No obstante, el autor señala que "sin el golpe es impensable que se hubiera producido el baño de sangre que se produjo, tanto en los frentes de batalla, por supuesto, como en las respectivas retaguardias donde, sumadas las víctimas de ambas en una típica secuencia de guerra total". Y añade que las prácticas represivas no fueron exclusivas de la zona donde actuaban los revolucionarios: "La visceralidad y el odio también los ejercieron las fuerzas derechistas —la CEDA incluida— contra sus enemigos de las izquierdas antes de la guerra. Como brutales y sanguinarios fueron los métodos aplicados por los sublevados en los territorios que iban conquistando".
Responsables de las matanzas
En Retaguardia roja, el historiador defiende que quienes apadrinaron la represión lejos del frente en la zona republicana —que se cobró unas 55.000 víctimas en toda España, por 100.000 asesinatos de los franquistas más otros 30.000 durante la dictadura— no fueron criminales excarcelados y turbas de incontrolados, sino partidos y sindicatos del Frente Popular: "Todo el mundo era consciente de las matanzas que se estaban llevando a cabo, incluidos los líderes de las distintas organizaciones republicanas. Pero el golpe militar supuso tal mazazo para la legalidad que el Estado republicano perdió el monopolio del ejercicio legítimo de la violencia que en puridad le correspondía, quedando el camino expedito a la constitución de unos contrapoderes que fueron los verdaderos responsables de las matanzas".
En relación al Ejecutivo de José Giral constituido en los primeros compases de la guerra, Del Rey señala que "si las autoridades dependientes de aquel gobierno hicieron 'la vista gorda' fue más por impotencia y falta de medios para parar el incendio que por la voluntad expresa de quedarse cruzados de manos". En contraposición, la "inacción consciente" habría que atribuírsela al siguiente gobierno de Largo Caballero, constituido el 4 de septiembre de 1936, que cortaría las prácticas represivas a comienzos de 1937, cuando la imagen de la República en el exterior comenzaba a ser muy negativa.
El cruce de la información salvaguardad en la Causa General, la macro investigación desarrollada durante la dictadura para conocer el impacto del "terror rojo" que hay que utilizar con "con suma prevención", según Del Rey; los consejos sumarísimos de guerra, la prensa de la época o los testimonios de los testigos y los ejecutores de los asesinatos se entrelazan en este libro para "tejer una malla que al final permite hacerse una idea muy ajustada de las secuencias represivas".
En definitiva, ¿cuál es la gran aportación de este libro al estudio de la represión en la zona republicana? "Modestamente, creo haber desentrañado en parte la lógica que inspiró las matanzas, la importancia capital que tuvo el golpe en su desarrollo, como también las represalias inherentes a la guerra, así como el peso del combate político previo en la fijación de los objetivos humanos y el no menos importante peso de la ideología en un contexto nacional e internacional de hiperpolitización", concluye Del Rey. "También creo haber identificado a quiénes, dónde y cuándo tomaron las decisiones cruciales. Por no hablar de la reconstrucción precisa realizada de los mapas y los tiempos de la violencia, las redes que se forjaron entre los diversos poderes revolucionarios, el carácter organizado y coordinado que tuvo esa limpieza política a escala local, comarcal y provincial, sin olvidar la fluida conexión establecida con la capital y los frentes".